Mi padre dijo: «El 80% de tu sueldo irá para tu hermana y el 20% para mí, así de simple».

INTERESANTE

Me reí y respondí: «Yo me quedaré con el 100% y tú pagarás tus propias cuentas, igual de simple».

Eso fue lo que me dijo mi padre, con el rostro impasible y una cerveza en la mano.

Durante años tragué mi rabia, atado a la promesa que le hice a mi madre ausente de cuidar de ellos.

Pero en ese instante, al oír cómo pretendían repartir mi vida en una bandeja, algo dentro de mí finalmente se rompió.

Me reí.

Una carcajada alta y casi histérica que resonó en el comedor silencioso.

Luego lo miré directo a los ojos y dije: «No.

Me quedo con el cien por ciento y me voy.

Ustedes dos pagarán sus propias cuentas.

Así de claro».

Me llamo Esteban.

Tengo veintisiete años y esta es la historia de cómo dejé de ser una máquina de hacer dinero para empezar a ser persona.

Crecí en una casa de paredes delgadas, donde las risas de mi padre con sus amigos y las llamadas nocturnas de mi hermana eran la banda sonora de mi agotamiento.

Mi madre, enfermera, se fue a Europa a un trabajo mejor pagado cuando yo tenía quince años.

Prometió que sería temporal.

«Cuida de tu padre y de tu hermana», me dijo antes de marcharse.

«Ahora eres el hombre de la casa».

Como un ingenuo, tomé esas palabras como ley.

Pasaron los años.

Sus visitas se hicieron escasas.

A los dieciocho, sin dinero para la universidad, empecé a trabajar en una fábrica de envases.

Ocho horas diarias cerrando cajas por el salario mínimo.

Cada día de pago le entregaba todo el cheque a mi padre.

Era para la casa, decía él.

Renta, comida, recibos.

Pero algo siempre chirriaba.

Mi hermana menor, Claudia, de veintitrés años, no aportaba ni un centavo.

Trabajaba medio tiempo en una tienda de ropa, pero su dinero se iba en marcas, discotecas y salidas nocturnas.

Yo regresaba oliendo a sudor y polvo de fábrica, y ella entraba oliendo a perfume y libertad.

«Ay, Esteban, no seas pesado», decía, poniendo los ojos en blanco cuando le pedía que lavara un plato.

«Para eso estás tú».

Mi padre, Gustavo, era otra historia.

Cuando mi madre empezó a mandar dinero, dejó su trabajo de mecánico y nunca buscó otro.

Se volvió experto en gastar mi sueldo.

Lo encontraba en el patio, rodeado de botellas vacías, riendo con sus amigos.

«Papá, no puedo cubrirlo todo», le rogaba.

Él solo me dedicaba una sonrisa burlona.

«Esteban, eres joven y fuerte.

Yo ya hice mi parte.

Ahora me toca disfrutar.

¿Y tu hermana? Es mi princesa.

No voy a pedirle que se reviente trabajando como tú».

Aguanté la rabia, año tras año, encadenado a esa promesa a mi madre.

Pero las cosas empezaron a cambiar.

Era bueno en lo que hacía.

En cinco años pasé de la línea de producción a la oficina, subiendo de encargado de inventario a gerente de operaciones.

Mi salario era siete veces el inicial.

Más dinero del que había imaginado, pero no se lo conté a nadie.

Sabía que, si se enteraban, me exprimirían hasta el hueso.

Así que seguí dándoles lo mismo de siempre y guardé en secreto el resto en una cuenta de ahorros que nadie conocía.

En casa, todo igual.

Dormía en un cuarto pequeño con una cama que rechinaba.

Claudia tenía la habitación grande y un televisor nuevo que, por supuesto, yo había pagado.

Mi padre mantenía sus noches de borrachera.

«Esteban, tráeme otra de la nevera», ordenaba sin mirarme.

Y yo, como un tonto, obedecía.

El día que todo cambió empezó por un descuido.

Era viernes y dejé la nómina impresa en mi escritorio, a la vista.

Cuando llegué, encontré a Claudia en mi habitación, agitando el papel con los ojos desorbitados entre sorpresa y pura codicia.

«¿Esto es lo que ganas?» gritó.

«¡Esteban, estás ganando una fortuna y nos das migajas! ¡Qué descaro!»

Intenté mantener la calma.

«Claudia, ese dinero es mío.

Yo pago todo en esta casa.

Ustedes dos no ponen nada.

¿Qué más quieres?»

Se rió como si lo que decía fuera absurdo.

«¿Tuyo? Esto es una familia, Esteban.

Lo que ganas es de todos.

Se lo diré a papá».

Esa noche mi padre me citó en el comedor.

Estaba en su sillón de siempre, la cara encendida de rabia.

Claudia a su lado, con los brazos cruzados y una sonrisa de triunfo.

«¿Qué es eso de que ganas tanto?» exigió, agitando el papel.

«¿Crees que puedes engañarme?»

«Papá, ese dinero es mío.

He pagado las cuentas de esta casa desde los dieciocho.

Claudia no aporta nada.

Tú te gastas mi sueldo en cerveza.

¿No crees que tengo derecho a guardarme algo?»

Soltó una risa cruel.

«¿Derecho? Te voy a explicar cómo va esto, Esteban.

Tu hermana quiere estudiar en la mejor universidad del país.

Eso cuesta.

Y yo tengo mis gastos.

Así que, desde ahora, el ochenta por ciento de tu salario irá para Claudia.

El otro veinte, para mí.

Así de sencillo».

Lo miré, incrédulo ante semejante descaro.

Ochenta para ella, veinte para él.

¿Y para mí? Nada.

La furia acumulada por años me subió a la garganta y, en lugar de un grito, salió una carcajada.

Histérica.

Imparable.

«¿De qué te ríes?» preguntó mi padre, molesto.

«Me río porque ya me cansé», dije, secándome una lágrima.

«Cansado de mantener a dos parásitos que se hacen llamar familia.

Cansado de tus borracheras, papá.

Cansado de tus fiestas, Claudia.

¿Sabes qué? Me voy.

Me llevo el cien por ciento de mi sueldo y ustedes se hacen cargo de sus cuentas.

Así de fácil».

Su expresión cambió de furia a asombro.

«¡Aquí no decides tú, Esteban! ¡Tienes una responsabilidad con esta familia!»

—No —respondí, con una serenidad forjada a golpes—.

Eso se terminó.

Fui a mi cuarto y empecé a hacer la maleta.

Él vino detrás, gritando, intentando cerrarme el paso.

Pero ya no era el muchacho que agachaba la cabeza.

Lo aparté y crucé la puerta sin volver la vista.

Tres meses después, sonó mi teléfono.

Era Claudia.

Su voz, antes empapada de soberbia, ahora temblaba de puro miedo.

—Esteban, por favor, tienes que ayudarnos —suplicó—.

Nos van a desalojar.

No tenemos para la renta.

Papá y yo… no sabemos qué hacer.

Solté una risa seca, amarga.

—¿Desalojo? ¿Y qué tiene que ver conmigo? Ya no vivo ahí.

—¡Espera! —gritó, al borde del llanto—.

¡No tenemos nada! ¡Mi sueldo no alcanza! ¡Por favor, Esteban, eres nuestra única salida!

—¿Tu sueldo no alcanza? —mi voz fue un filo—.

Qué curioso, Claudia.

Cuando lo gastabas en fiestas, el alquiler nunca te quitaba el sueño.

Y ahora, ¿quieres que sea tu salvador?

Antes de que contestara, mi padre tomó el teléfono.

—¡Esteban, escúchame! —bramó, pero la autoridad se le quebraba en pánico—.

¿Crees que puedes desentenderte? ¡Te dimos techo, comida, una familia!

—Aclaremos algo, papá —escupí—.

Durante años, ese techo lo pagué yo.

La comida la pagué yo.

Tus malditas cervezas, también.

¿Y qué recibí? Burlas y desprecio.

¿Egoísta? No.

El egoísta fuiste tú, viviendo de mi sueldo entre borracheras.

Y Claudia, riéndose mientras yo me reventaba trabajando.

—No me hagas decirlo, Esteban —murmuró, quebrado—.

Tienes dinero.

Mucho.

Podrías sacarnos del apuro.

¡Tu hermana merece un futuro!

—¿Un futuro? ¿Ese que querías costear con cada centavo mío? —solté una carcajada más sonora—.

Me dijiste que era “así de simple”.

Pues ahora yo te digo: consigan trabajo, paguen sus cuentas, sobrevivan.

Así de simple.

Hubo un silencio atónito.

Claudia volvió a la línea, sollozando:

—Por favor, Esteban… somos tu familia.

—¿Familia? —la palabra me ardió en la garganta—.

Una familia no te exprime ni se ríe mientras te desangras.

Ustedes no fueron familia.

Fueron parásitos.

Y los parásitos, tarde o temprano, aprenden a arreglárselas solos.

Colgué.

Por primera vez en años, sentí que el peso en el pecho se levantaba.

Semanas después, llamó mi madre, cargada de reproche:

—Estoy decepcionada, Esteban.

¿Cómo pudiste abandonar a tu familia?
Le conté todo: la bebida, las burlas, los años de humillación.

No quiso oír.

—Siguen siendo tu familia —insistió—.

Deberías estar ahí.

—Ya no, mamá —respondí, con dolor pero firme—.

Se acabó.

Si quieres ayudarlos, hazlo tú.

Corté el último lazo.

Ha pasado un año.

Supe que Gustavo ahora maneja taxi, jornadas eternas bajo el sol.

Claudia entrega todo su sueldo para cubrir los gastos de un lugar más chico.

Sin fiestas ni marcas: solo la realidad que evitaron mirar.

Yo, en cambio, soy gerente regional.

La libertad sabe a café en el balcón de mi propio departamento, entre libros y fotos de mis viajes.

La rabia se volvió calma.

Ellos enfrentan sus actos y yo, por fin y sin vuelta atrás, soy libre.

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