Los coches negros y lujosos se detuvieron uno tras otro, silenciosos, como depredadores esperando el momento adecuado.
Un hombre con traje negro y unos auriculares discretos salió del primer coche y miró hacia el balcón del apartamento en el tercer piso.
Sin tocar la puerta, subió directamente, con la seguridad de un hombre que sabe exactamente adónde va.
Lidia acababa de servirse té y estuvo a punto de dejar caer la taza cuando escuchó el golpeteo en la puerta: corto y decidido.
– ¿Quién es? – preguntó con voz baja.
– Buenos días, señora Lidia. Por favor, no se asuste.
Vengo del servicio de seguridad del señor Andrei… o mejor dicho, del señor Andrei Rădulescu.
Lidia abrió la puerta con el corazón latiendo con fuerza.
Delante de ella estaba un hombre imponente con una mirada fría pero educada. Con un gesto discreto, le indicó:
– El señor Rădulescu quiere verte. Ahora.
– ¿Rădulescu? No entiendo… Solo lo llevé al hospital…
– Sabemos todo, señorita. Y precisamente por eso, debe acompañarnos.
Un escalofrío recorrió la espalda de Lidia. Tomó su abrigo y lo siguió sin hacer demasiadas preguntas.
En el coche nadie habló.
Solo la lluvia golpeaba rítmicamente contra las ventanas, y en el asiento delantero, discretamente, había una pistola sujeta al cinturón.
Después de una hora de viaje, llegaron a una amplia propiedad con puertas de hierro y avenidas discretamente iluminadas.
La villa era aún más impresionante que la del evento la noche anterior. Todo parecía sacado de una película, o de una pesadilla.
En la cama de un lujoso salón, Andrei se apoyaba en almohadas, vestido con un albornoz de seda.
Ahora se veía diferente: limpio, afeitado, con ojos vigilantes y una voz profunda.
– Lidia, por favor, entra.
La chica entró insegura, sintiéndose completamente fuera de lugar en ese entorno. Él le regaló una ligera y agradecida sonrisa.
– Me salvaste. No te imaginas de lo que me sacaste. Si no hubieras estado allí, no sé si seguiría con vida.
– Yo… solo hice lo que cualquiera habría hecho…
– No, la mayoría simplemente pasa de largo ante las personas caídas. Tú te detuviste.
Pagaste, te quedaste conmigo. Y eso en un mundo donde nadie hace nada sin interés propio.
Andrei hizo un gesto discreto, y un hombre entró con una caja de terciopelo rojo.
La abrió frente a Lidia – dentro había una llave de coche y una tarjeta bancaria.
– La llave es de tu nuevo taxi – un híbrido, totalmente equipado. En la tarjeta hay diez mil euros. Te serán transferidos hoy.
Esto es solo una pequeña parte de lo que quiero ofrecerte. Quiero que seas mi conductora personal. Realmente.
Tres veces el salario de lo que ganas ahora. Y tu hijo, cuando nazca, tendrá todo lo que necesite.
Lidia quedó sin palabras.
Sus ojos se llenaron de lágrimas, pero en su alma sintió una extraña calma, como una confirmación de que había hecho lo correcto.
Un gesto de humanidad en un mundo que había olvidado lo que significa ser humano.
Y sin saberlo, su vida estaba a punto de cambiar para siempre.