En un lluvioso día de noviembre, Alexandru le propuso a Katia que se mudara con él, aunque fuera temporalmente.
Ya no se trataba solo del deseo del tío, él sentía que quería protegerla, conocerla mejor, pero sobre todo… estar cerca de ella.
— No tiene que ser nada complicado —le dijo—. Solo quédate aquí, en calor. Ni siquiera tenemos que hablar, si no quieres.
Katia sonrió y aceptó, con los ojos húmedos de gratitud.
En las semanas siguientes, la casa de Alexandru empezó a transformarse.
No físicamente —todo seguía igual: el mármol brillante, las paredes desnudas, el olor frío de lujo.
Pero la atmósfera… era otra.
Se oía risa.
Se sentía olor a sopa cocinándose.
Y sobre todo, había alguien allí que le preguntaba cada noche: «¿Cómo te sientes hoy?»
Por primera vez, alguien realmente lo escuchaba.
Katia no estaba interesada en su dinero, en sus negocios, en qué reloj llevaba o con quién cenaba.
Lo veía como a un hombre, no como un trofeo.
Y eso fue lo que hizo que la admirara cada vez más.
Ya no era solo una formalidad.
Se estaba enamorando.
Después de dos meses, se casaron civilmente.
Simple, sin alharacas.
Algunos amigos suyos se rieron a escondidas.
Otros desaparecieron del panorama.
Pero a él ya no le importaba.
Por fin, vivía algo verdadero.
Katia, sin embargo, no quería ser una «esposa trofeo».
Un día, le dijo:
— Quiero hacer algo.
Quiero ayudar como pueda.
He vivido demasiado tiempo en la calle como para olvidar cómo es.
Vamos a hacer algo por ellos.
Así nació la idea de una fundación.
Juntos abrieron un centro para personas sin hogar.
Allí, la gente podía ducharse, recibía ropa limpia, una comida caliente y — lo más importante — la oportunidad de empezar de nuevo.
Alexandru puso el dinero, Katia puso el corazón.
El centro se convirtió rápidamente en una comunidad viva.
Y Alexandru, que antes era frío y distante, empezó a pasar horas enteras allí.
Hablaba con la gente, los escuchaba.
Empezaba a sentir — de verdad.
Una noche, mientras estaban los dos en la terraza de la casa, con té caliente y una manta gruesa sobre las piernas, Alexandru se volvió hacia ella y le dijo:
— Sabes… cuando leí el último deseo de mi tío, pensé que estaba loco.
Pero ahora entiendo.
Él no solo quería salvarte a ti.
Quería que tú me salvaras a mí.
Katia sonrió, apoyó la cabeza en su hombro y dijo simplemente:
— Quizá nos salvamos mutuamente.
Y en efecto, así fue.
De un último deseo extraño nació una historia que cambió no solo dos vidas, sino cientos.
Quizá miles.
Una lección de amor, humanidad y el valor de mirar más allá de las apariencias.
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