**Anna estaba de pie frente a la enorme ventana del dormitorio principal, mirando hacia el jardín bañado por la luz de la luna. Sus manos temblaban levemente mientras se quitaba la horquilla que sujetaba su cabello.**
Sabía lo que iba a suceder. Se había preparado mentalmente para ese momento desde el día en que sus padres anunciaron la “gran noticia”: su compromiso con Iván Serguéievich, un hombre de negocios tres veces mayor que ella, pero diez veces más rico que todos los conocidos de la familia juntos.
Escuchó la puerta del dormitorio abrirse y sus pasos acercarse. No se dio la vuelta.
—Anna —su voz fue sorprendentemente suave—, por favor, siéntate. Tenemos que hablar.
Lentamente, ella se giró hacia él y vio a Iván Serguéievich de pie junto a un sillón. Ya no llevaba la chaqueta del traje de boda, pero seguía vestido con una camisa blanca y pantalones elegantes.
Su cabello canoso estaba perfectamente peinado, y sus ojos grises la miraban con una expresión que ella no podía descifrar.
Con el corazón latiendo con fuerza, Anna se sentó en el borde de la enorme cama, preparándose para lo que pensaba que sería el momento más humillante de su vida.
Iván Serguéievich permaneció de pie, con las manos en los bolsillos, observándola atentamente.
—Sé que no querías este matrimonio —dijo directamente—. Sé que tus padres te convencieron o, para ser más precisos, te obligaron.
Anna levantó la mirada, sorprendida por su honestidad.
—Antes de que pase cualquier otra cosa —continuó—, quiero pedirte algo.
Anna tragó saliva con dificultad. Ahí estaba, el momento.
—Quiero que me prometas una cosa —dijo Iván Serguéievich, sacando una carpeta del cajón de la mesita de noche—. Quiero que termines tus estudios.
Anna se quedó sentada, con la boca entreabierta, incapaz de comprender lo que acababa de oír.
—¿Perdón?
—Tus estudios. Medicina. En tercer año, si no me equivoco.
Ella asintió, aún en estado de shock.
—He preparado estos documentos para ti —continuó, entregándole la carpeta—. Es una cuenta bancaria a tu nombre, con suficiente dinero para cubrir todos los gastos de estudio y manutención durante los próximos años.
Quiero que termines tu carrera y te conviertas en la doctora que siempre quisiste ser.
Con manos temblorosas, Anna abrió la carpeta. Dentro había extractos bancarios, documentos sobre un apartamento cerca de la universidad y otros papeles que apenas podía leer por las lágrimas que nublaban su vista.
—No lo entiendo —susurró—. ¿Por qué?
Iván Serguéievich se sentó en el sillón, de repente parecía más viejo y cansado.
—Mi esposa, Ekaterina, murió hace cinco años —empezó, mirando al vacío—. Era oncóloga. La persona más dedicada que he conocido. Salvó cientos de vidas, pero no pudo salvar la suya.
Hizo una pausa y se pasó la mano por la cara.
—La primera vez que te vi, en aquella gala benéfica en la que tu padre intentaba llamar mi atención, vi en tus ojos la misma pasión por la medicina que tenía ella. La misma determinación.
Anna estaba confundida.
—Pero… ¿el matrimonio? ¿Por qué me casaste si solo querías apoyar mis estudios?
Iván Serguéievich sonrió con tristeza.
—Tu padre tiene muchas deudas. Demasiadas. Me propuso un trato: tu mano a cambio del perdón de sus deudas. Fue idea suya, no mía.
Pero cuando vi la desesperación de tu familia y me di cuenta de que podrías tener que abandonar tus estudios para trabajar y ayudarlos… acepté.
Se levantó y caminó hacia la ventana.
—No tengo intención de ser un verdadero esposo para ti, Anna. Tengo sesenta años, y tú tienes toda la vida por delante.
Todo lo que quiero es que tengas la oportunidad que Ekaterina tanto valoraba: la oportunidad de ayudar a las personas a través de la medicina.
Anna no podía creer lo que oía. Todas sus suposiciones, todo su miedo, todas las lágrimas derramadas en secreto…
—¿Pero qué le dirás a la gente? ¿A mis padres?
—Oficialmente estamos casados. Vivirás en el apartamento cerca de la universidad, y yo me quedaré aquí.
Nos veremos de vez en cuando en eventos sociales y fingiremos ser una pareja feliz. Mientras tanto, seguirás tu sueño.
Se giró hacia ella, y por primera vez Anna vio ternura en sus ojos grises.
—Cuando termines tu especialización y seas una médica de pleno derecho, nos divorciaremos discretamente.
Serás libre para vivir tu vida como quieras —con quien quieras. Todo lo que te pido es que uses tu talento para ayudar a los demás, como lo habría hecho Ekaterina.
Anna se levantó, apretando la carpeta contra su pecho, las lágrimas corrían libremente por sus mejillas.
—¿Por qué haces esto por mí? Ni siquiera me conoces.
Iván Serguéievich sonrió —una sonrisa genuina que transformó por completo su rostro.
—Porque he visto demasiadas vidas desperdiciadas por el dinero y el poder. Porque Ekaterina habría querido que hiciera algo significativo con todo esto —hizo un gesto vago hacia la imponente casa—.
Y porque quizá ella, desde algún lugar, todavía me observa, y yo quiero ser el hombre que ella amaba.
Se dirigió hacia la puerta, listo para irse.
—Tu habitación está preparada —la primera a la izquierda en el pasillo. Descansa. Mañana te llevaré a tu nuevo apartamento y te explicaré todos los acuerdos.
Con la mano en el picaporte, añadió:
—Ah, y Anna… Felicidades por el primer puesto en el examen de anatomía del semestre pasado. Ekaterina estaría orgullosa de ti.
La puerta se cerró suavemente tras él, dejando a Anna de pie en medio de la habitación, con la carpeta en la mano y una abrumadora sensación de alivio y asombro.
Por primera vez en meses, Anna sintió esperanza. No solo porque había escapado de lo que creía una pesadilla, sino porque —de una manera completamente inesperada— había encontrado un aliado donde esperaba a su verdugo.
Mientras se dirigía a su habitación, pensó en la mujer que nunca conoció —Ekaterina— y le agradeció en silencio por inspirar bondad y compasión incluso más allá de la muerte.
Esa noche, Anna se durmió con una sonrisa en los labios —y no soñó con miedo al futuro, sino con las vidas que algún día salvaría, cuando por fin se convirtiera en la doctora que siempre quiso ser.
**Tres años después de aquella extraña noche de bodas, la Dra. Anna Serguéievna estaba frente a su primer paciente como médico residente —con una confianza y determinación que irradiaban de cada fibra de su ser.**
Y en un rincón de su corazón llevaba gratitud por el hombre mayor de ojos grises, que no solo le dio libertad, sino también una profunda lección de generosidad y dignidad.
Iván Serguéievich nunca pidió nada a cambio —solo que ella se convirtiera en la médica dedicada que él siempre vio en ella.
Y ahora, con la bata blanca que representaba todo lo que había soñado, Anna estaba decidida a honrar esa promesa cada día de su carrera.