¡Sí, yo misma vi cómo tu madrecita pasaba mis joyas de la cajita a su bolso, así que que las saque de allí de inmediato, o destriparé ese bolso junto con tu madre!
— Devuélvalo a su lugar.

La frase cayó en la penumbra del dormitorio en voz baja, pero con el peso de una piedra.
No era una petición.
Era una exigencia, fría y desprovista de cualquier emoción.
Ksenia estaba en el umbral, apenas cruzando la puerta.
Había venido por el teléfono que había dejado en la mesita de noche y se detuvo un instante al ver a su suegra en su habitación.
Pero el segundo siguiente convirtió una escena trivial en algo monstruoso e irreparable.
Galina Borísovna, rolliza, siempre pareciendo suave e inofensiva como un panecillo dulce, estaba sentada al borde de la cama de ella y Denís.
Delante, sobre la colcha de seda, estaba abierta la cajita de Ksenia —aquella de abedul de Carelia, regalo de su padre.
Y la mano de la suegra, cubierta de anillos dorados con circonitas baratas, acababa justo de hacer un movimiento: guardaba en su voluminoso bolso de polipiel algo que brilló con el rayo de luz proveniente del pasillo.
Ksenia reconoció ese brillo.
Sus pendientes favoritos con zafiros y la fina cadena de oro que casi nunca se quitaba.
Galina Borísovna se estremeció tanto que su papada tembló.
Retiró bruscamente la mano del bolso, pero ya era tarde.
Sus ojos, normalmente azulinos y somnolientos, parpadearon con miedo.
Miró a su nuera, y en su rostro se reflejó toda una gama de sentimientos: el pánico de un animal atrapado en pleno delito, la confusión instantánea y, al mismo tiempo, la naciente ofensa, terca y descarada.
Ksenia dio un paso adelante.
No alzó la voz, no cambió la expresión de su cara.
Todo el mundo se redujo a esta escena: su dormitorio, su cama, sus joyas y la mano de la mujer que acababa de robarlas.
— Galina Borísovna, ponga de inmediato en su sitio lo que tomó.
Ahora mismo.
En lugar de obedecer, la suegra hizo algo que Ksenia nunca habría esperado.
Cerró de golpe el bolso con fuerza y lo apretó contra su voluminoso pecho, como si no se tratara de un ridículo con objetos robados, sino de un bebé rescatado del fuego.
— Ksiushenka, ¿pero qué dices? Yo solo… admiraba —balbuceó, pero su voz sonaba falsa y nada convincente.
— Tienes unas cosas tan bonitas…
Ksenia no la escuchó.
La mentira era tan obvia y torpe que no provocaba ira, sino repulsión.
Dio otro paso y extendió la mano hacia el bolso.
No tenía intención de pelear.
Solo quería tomarlo y sacudir sus pertenencias.
Y justo en ese momento creció entre ellas una muralla.
Denís, atraído ya sea por un sexto sentido o por el extraño silencio, entró en la habitación.
No vio el comienzo.
Solo vio el final: su esposa, con rostro de piedra, extendiendo las manos hacia su madre, y su madre abrazando con miedo el bolso.
Su reacción fue instantánea.
Animal.
— ¡No toques a mamá!
Su rugido fue bajo y amenazante.
Avanzó y atrapó la muñeca de Ksenia con su amplia y fuerte mano.
Sus dedos se cerraron como un torno.
No la empujó.
Simplemente se colocó entre ellas, convirtiéndose en un escudo vivo para su madre.
— ¿¡Qué te crees que estás haciendo?! —le gruñó en la cara, mirándola como si fuera una extraña, una mujer peligrosa que había irrumpido en su casa.
Ksenia bajó lentamente la otra mano.
Miró los dedos que apretaban su muñeca, luego levantó la vista hacia su rostro deformado por la rabia, y después hacia su suegra, que detrás de su amplia espalda ya recobraba la seguridad y adoptaba la pose de una inocente ofendida.
Y en ese instante comprendió que los pendientes y la cadena eran lo de menos de lo que acababa de perder.
La presión era de acero.
Ksenia sintió no tanto dolor como humillación por ese gesto brusco y posesivo.
Él no solo la detuvo, la marcó como culpable con un solo movimiento, con una sola mirada.
Su mundo, que unos segundos antes era sólido y comprensible, se resquebrajó como un vidrio bajo el golpe de un martillo.
Las grietas pasaron por todo: por la cama, por ese dormitorio, por los siete años de su vida en común.
— Suéltame, Denís —dijo ella, y su voz tranquila fue presagio de tormenta.
— Primero cálmate y pídele perdón a mamá —escupió él, su rostro tan cerca que ella veía cómo le palpitaba la vena en la sien.
Él no la escuchaba.
Veía a través de ella la imagen de una mujer loca y agresiva que acababa de inventarse.
A sus espaldas, Galina Borísovna, envalentonada, puso cara lastimera.
Abrió un poco la boca, como si le faltara aire, y se llevó una mano al corazón, mientras con la otra seguía aferrada con fiereza al bolso.
Ese espectáculo barato, representado sobre el fondo de su propia humillación, fue la gota que colmó el vaso.
El hielo en la voz de Ksenia estalló en lava ardiente.
— ¿Pedir perdón? ¿Por qué?! ¿Por atrapar a una ladrona robando en mi propia casa?
— ¿¡Qué robo ni qué robo?!
— ¡Sí, yo misma vi cómo tu madrecita pasaba mis joyas de la cajita a su bolso, así que que las saque de allí de inmediato, o destriparé ese bolso junto con tu madre!
Gritó.
No con chillidos, no histérica.
Gritó de furia, de impotencia, de asco hacia esa escena falsa.
La palabra «madrecita», tosca y despreciativa, se escapó sola de sus labios, y no se arrepintió ni un segundo.
Era precisa.
Dio en el blanco.
El rostro de Denís se endureció.
Claramente no esperaba semejante resistencia, semejante ofensa directa y descarada.
Su agarre en la muñeca de ella se intensificó hasta el dolor.
— ¿Te volviste loca? ¡Cierra la boca! ¿Qué estás diciendo?! ¿Mamá, te sientes mal?
Galina Borísovna aprovechó de inmediato la sugerencia.
— Hijo, el corazón… la presión, seguramente… Ella me mira así, me grita así… Yo no hice nada, solo miraba…
Ksenia se lanzó hacia adelante, intentando soltar su mano.
Necesitaba llegar a ese bolso, a esa prueba material de su razón, que en ese momento servía de escudo para la ladrona y de motivo para su propia humillación.
Pero Denís era más fuerte.
De un tirón la arrastró hacia sí, girándola de espaldas a su madre.
Ahora la cubría por completo, protegiéndola de aquel “ataque”.
— ¡He dicho que basta! —su voz retumbaba ya por todo el apartamento.
— ¡Últimamente no eres tú misma! ¡Siempre estás descontenta! ¡Mamá viene de visita y tú la atacas!
Esto ya superaba todo límite.
No solo no le creía.
Había volteado la situación por completo, haciéndola a ella la culpable y a su madre la víctima.
Usaba sus peleas pasadas, su cansancio, su mal humor como armas contra ella, para justificar lo que estaba ocurriendo en ese momento.
— ¡Devuélveme el bolso! —gritó Ksenia, ya sin dirigirse a Galina Borísovna.
Lo miraba directamente a los ojos, intentando atravesar ese muro de ciega devoción filial.
— Denís, haz que lo abra. ¡Haz que muestre el bolso! Si me equivoco, me arrodillaré a pedir perdón.
¡Pero tienes miedo! ¡Tienes miedo de ver que tengo razón!
Él se quedó inmóvil por un instante.
Algo titubeó en sus ojos.
¿Duda? ¿Miedo? Pero duró apenas una fracción de segundo.
Después apretó la mandíbula con terquedad.
Hacer lo que ella pedía significaba aceptar siquiera la idea de que su madre era capaz de algo así.
Eso habría sido traicionarla.
Y entre la verdad de ella y su fe en la santidad de su madre, eligió la fe.
— No voy a permitir que humilles a mi madre.
Cálmate, Ksenia.
Hablaremos cuando recuperes la razón.
Le hablaba como a una demente.
Como a una enferma.
Y en ese instante toda la furia, todo el fuego dentro de Ksenia se apagaron de repente, como si los hubieran sofocado con un balde de agua helada.
Dejó de forcejear.
Su cuerpo se aflojó.
La lucha había terminado.
No porque ya no tuviera fuerzas.
Sino porque comprendió que luchar era inútil.
El adversario frente a ella era sordo, ciego y absolutamente impenetrable.
Sus palabras «Hablaremos cuando recuperes la razón» cayeron en el aire cargado del dormitorio, y algo dentro de Ksenia se rompió.
Se quemó.
Como si un interruptor que controlaba su ira, su dolor y su deseo de defender su verdad hubiera hecho clic y se hubiera apagado para siempre.
Toda la energía que gastaba en luchar, en gritar, en intentar soltarse, se desvaneció, dejando tras de sí solo vacío.
Un vacío frío, resonante, absoluto.
Su cuerpo en sus manos se volvió blando, transformándose de un resorte tenso en una muñeca sin vida.
Denís sintió ese cambio de inmediato.
Un segundo antes contenía un impulso furioso, vivo, y ahora sus dedos apretaban una carne dócil, ajena.
Desconcertado, instintivamente aflojó el agarre.
El silencio que siguió a su grito era completamente distinto al que lo precedía.
No era una pausa.
Era un final.
Ksenia levantó la cabeza lentamente.
Ya no miraba a su suegra, que seguía balbuceando patéticamente algo sobre la presión detrás de él.
Ya no miraba el bolso, donde yacían sus joyas.
Lo miraba a él.
Y en esa mirada no había ni ira, ni resentimiento, ni súplica.
En ella había algo mucho más aterrador que todo eso junto: un desprecio helado, absoluto.
Lo miraba como se mira algo arruinado para siempre, como un insecto repugnante que aparece por accidente en tu camino.
No miraba a Denís, su esposo.
Miraba a esa criatura ajena, tosca, que acababa de pisotear sus siete años juntos para proteger a una ladrona de poca monta.
— Bien —su voz era absolutamente plana, desprovista de toda entonación.
Sonó tan tranquila y cotidiana que Denís se estremeció.
— Protégela.
Él abrió la boca para decir algo, quizá para exigir de nuevo que se calmara, pero ella no le dio esa oportunidad.
Su mirada se volvió dura como el acero, y cada palabra que pronunció estaba medida y afilada como una cuchilla.
— Que se lo quede.
Que lo disfrute.
Solo recuerda este momento, Denís.
Recuérdalo muy bien.
Es lo último que tu familia me ha quitado.
Hizo una pausa, dejando que las palabras se grabaran en él, en las paredes de esa habitación.
Galina Borísovna detrás de él guardó silencio, al sentir que el viento había cambiado.
— Porque desde este instante, ni tú ni tu madre existen ya en mi vida.
No era una amenaza.
No fue dicho en el calor de una discusión.
Era una constatación de hecho.
Una sentencia definitiva, sin apelación posible.
Y tras esas palabras realizó un gesto simple pero irrevocable.
Alzó su mano libre, tomó sus dedos, que aún seguían sobre su muñeca, y con calma, uno a uno, los apartó de sí.
No retiró la mano de golpe.
Simplemente eliminó su contacto, como se sacude de la ropa algo sucio.
Libre, no retrocedió.
Solo dio un paso atrás, creando entre ellos una distancia física que ahora correspondía al abismo mental.
Luego, sin dedicarle a él ni a su madre una sola mirada más, se giró y salió en silencio del dormitorio.
Sus pasos eran firmes y parejos.
Sin prisa.
Ninguna emoción.
Solo un hombre caminando por su propia casa.
Denis se quedó de pie en medio de la habitación.
Su mano, la misma con la que acababa de sostener a su esposa, quedó inmóvil en el aire, sin fuerzas.
Miraba el vano vacío de la puerta, y lentamente, dolorosamente lento, empezó a comprender el sentido de lo ocurrido.
A sus espaldas, su madre hacía ruido, murmurando algo sobre ingratitud.
Pero él ya no la escuchaba.
Había ganado aquella discusión.
Había protegido a su madre.
Solo que el premio de esa victoria —su propia vida, que acababa de terminar— le resultó insoportablemente amargo.
Denis permaneció de pie en medio de la habitación, mirando el vano vacío de la puerta.
La mano con la que había sostenido a su esposa colgaba impotente en el aire.
A su espalda, su madre empezó a moverse, abandonando el papel de víctima para volver a su habitual papel de dueña de la situación.
—¿Ves, hijo? ¿Ves lo que ella es en realidad? Te lo había dicho…
Él no escuchaba sus palabras.
Eran ruido de fondo, como el zumbido del frigorífico en la cocina.
Toda su atención estaba fija en el silencio que había sustituido al grito.
Ese silencio era extraño, sin vida.
No traía alivio ni tregua.
Era vacío.
Y de pronto, de ese vacío surgió un sonido.
Suave, metódico.
Un golpe.
Luego un ligero arrastre.
Denis salió del dormitorio, no movido por la curiosidad, sino por una mala corazonada.
Galina Borísovna, aún abrazando contra sí la bolsa con su trofeo, lo siguió.
La escena que se abrió ante ellos en la entrada era cotidiana y, por eso mismo, monstruosa.
Ksenia, sin derramar una sola lágrima, sin mostrar un gesto de dolor, actuaba.
Tomó de la percha su chaqueta de entretiempo y la colocó con cuidado en el suelo, junto a la puerta de entrada.
Después fue al zapatero, sacó sus deportivas y las puso al lado de la chaqueta.
Luego regresó al pasillo, abrió el armario empotrado y sacó su bolsa de deporte, que también dejó en el suelo, en el mismo montón.
Se movía de manera metódica, sin prisa, como si realizara una tarea vieja y algo tediosa.
Sus movimientos eran medidos y precisos.
—Ksenia, ¿qué haces? —la voz de Denis sonaba ronca.
Dio un paso hacia ella, pero se detuvo al encontrarse con su mirada absolutamente ausente.
Ella no lo miraba.
Miraba las cosas.
Él era para ella otro objeto más, que debía trasladarse de un lugar a otro.
Ignoró su pregunta.
Se dio la vuelta, pasó junto a él hacia el salón.
Un minuto después volvió con su portátil y el cargador.
Los dejó encima de la chaqueta.
Luego trajo una pila de libros de su estantería y su taza favorita, la de aquel estampado ridículo que siempre colocaba en su escritorio.
En ese momento, Galina Borísovna comprendió que ocurría algo mucho más terrible que una simple pelea.
Su hijo, su Denis, su apoyo y protección, estaba siendo expulsado en silencio, de forma pública y humillante.
—¡¿Qué se te ha metido en la cabeza?! —chilló ella, abandonando la máscara de madre sufriente.
—¿Lo echas? ¿De su propia casa? ¿No tienes vergüenza?
Ksenia ni siquiera volvió la cabeza hacia ella.
Estaba completamente absorta en lo suyo.
Como si Galina Borísovna no existiera en aquel piso.
Ese desprecio silencioso la enfureció más que cualquier grito.
Denis volvió a dar un paso hacia Ksenia, justo cuando ella se dirigía al baño.
La agarró por el hombro, intentando girarla hacia él, obligarla a reaccionar.
—¡Te estoy hablando! ¡Deja de hacer esto ahora mismo!
Ksenia se detuvo.
No intentó soltarse.
Simplemente permaneció quieta bajo su mano, y aquella quietud era más elocuente que cualquier resistencia.
Giró lentamente la cabeza y miró sus dedos sobre su hombro.
Después levantó la vista hacia su rostro.
En sus ojos no había nada.
Vacío.
Tierra quemada.
—Suéltame —dijo ella.
En voz baja, pero de una forma que hizo que un escalofrío recorriera la espalda de Denis.
Él abrió los dedos, como si se hubiera quemado.
Ella entró en el baño y, al instante, salió con sus cosas de afeitar y su cepillo de dientes.
Los arrojó a la creciente montaña junto a la puerta.
Eso fue lo último.
El montón de sus pertenencias yacía junto a la entrada, como basura lista para ser sacada.
Ksenia se acercó a la puerta, tomó el pomo y la abrió de par en par, dejando entrar en el piso el aire frío de la escalera.
Luego se volvió hacia ellos.
Hacia los dos: su marido, de pie en medio del pasillo, desconcertado, y su suegra, con el rostro torcido de odio, aferrando la bolsa con los pendientes robados.
—Váyanse.
Eso fue todo.
Una sola palabra.
No una súplica.
Una orden.
Denis la miraba a ella, al montón de sus cosas, a la puerta abierta.
Esperaba que se rompiera, que llorara, que empezara a gritar.
Pero ella solo estaba allí, de pie.
Serena.
Ajena.
Inquebrantable.
Y entendió que todo había terminado.
Que dijera lo que dijera, hiciera lo que hiciera, ya no cambiaría nada.
No perdió cuando ella empezó a sacar sus cosas.
Perdió allí, en el dormitorio, cuando eligió entre ella y su madre.
En silencio, se inclinó, recogió la chaqueta, metió el portátil en la bolsa.
Galina Borísovna le susurraba algo a la espalda, pero él no la escuchaba.
Tomó sus cosas, se enderezó y miró a Ksenia por última vez, tratando de encontrar en su rostro algo familiar.
No encontró nada.
Dio un paso al otro lado del umbral.
Su madre, comprendiendo que la función había terminado y que su espectador y defensor principal se iba, lo siguió con prisa, lanzando a Ksenia una mirada llena de odio.
Ksenia esperó a que ellos bajaran unos escalones.
Luego, con el mismo movimiento tranquilo y metódico, cerró la puerta.
El clic de la cerradura resonó en el piso vacío de manera atronadora.
Se quedó sola.
En silencio.
En su casa…







