No los dejaré.

INTERESANTE

Lo prometo: cómo un desconocido se convirtió en padre, llamado por el corazón

—Señor… por favor, cuide de mi hermanita.

Tiene mucha hambre…

Esa voz, apenas audible entre el ruido de la ciudad, sorprendió a Nicolae Ardelean.

Iba apresurado, casi corriendo, absorto en los pensamientos sobre la importante reunión que tendría ese día.

Millones de euros, contratos, la confianza de los inversores.

Desde la muerte de Elena —su esposa, su mundo— el trabajo era lo único que lo mantenía a flote.

Pero esa voz…

Se detuvo y se volvió.

Delante de él había un niño de unos siete años.

Flaco, con ropa desgastada y ojos llorosos.

En brazos sostenía un bultito: una niña pequeña, envuelta en una manta descolorida.

La bebé gimoteaba suavemente, y el hermanito la abrazaba como si de ese abrazo dependiera su vida.

—¿Dónde está su mamá? —preguntó Nicolae, agachándose a su nivel.

—Dijo que volvería rápido… pero ya pasaron dos días —susurró el niño—.

La espero aquí…

El niño se llamaba Andrei, la niña, Livia.

No tenían a nadie.

Ninguna nota, ninguna dirección, solo hambre y una espera interminable.

Nicolae sugirió llamar a la policía, avisar a protección infantil, comprarles comida.

Pero cuando oyó la palabra «policía», Andrei se estremeció.

—Por favor, no nos entreguen… a Livia se la llevarán…

En ese momento, Nicolae supo que no podía dejarlos.

Algo en él, petrificado por el dolor, se rompió.

Fueron a una cafetería cercana.

Andrei comía rápido, como si temiera que le quitaran la comida.

Nicolae le dio leche en polvo a Livia.

Por primera vez en mucho tiempo, sintió que alguien lo necesitaba.

No como hombre de negocios.

Como persona.

—Cancela todas mis reuniones —le dijo seco a su asistente por teléfono.

La policía llegó rápido.

Todo parecía rutinario: preguntas, formularios.

Pero cuando Andrei se aferró a su mano y susurró: «No nos dejarás, ¿verdad?», Nicolae respondió sin dudar:

—No los dejaré.

Lo prometo.

La custodia temporal fue aprobada gracias a una conocida, Margareta Ionescu, asistente social.

Nicolae repetía: «Solo hasta encontrar a su madre.»

Los llevó a su espacioso apartamento.

Andrei no hablaba, solo abrazaba a Livia.

Sus ojos revelaban miedo —no a Nicolae, sino a la vida.

El silencio de la casa, antes vacío, ahora estaba lleno de risas, llantos y canciones de cuna que Andrei le cantaba a su hermana.

Nicolae cometía errores con los pañales, olvidaba las comidas, no sabía cómo sostener el biberón.

Pero Andrei lo ayudaba en silencio, maduro más allá de su edad.

Solo una vez dijo:

—No quiero que ella tenga miedo.

Una noche, Livia lloraba.

Andrei la tomó en brazos y cantó hasta que se calmó.

Nicolae lo miraba con un nudo en la garganta.

—Lo haces muy bien —le dijo.

—Tuve que aprender —respondió el niño, sin quejarse.

Entonces sonó el teléfono.

Era Margareta.

—Han encontrado a su madre.

Está viva, pero en un centro de rehabilitación.

Dependencia de drogas, estado grave.

Si se recupera, podría recuperar la custodia.

Si no… el estado se hará cargo de ellos.

O… tú.

Nicolae guardó silencio.

—Puedes solicitar la custodia.

O la adopción.

Depende de ti.

Esa tarde, Andrei dibujaba en una esquina.

No jugaba, no miraba televisión.

De repente preguntó:

—¿Nos van a quitar otra vez?

Nicolae se sentó junto a él.

—No lo sé… Pero haré todo lo posible para que estén seguros.

—¿Y si nos separan igual? —su voz temblaba, frágil.

Nicolae lo abrazó.

—No los dejaré.

Lo prometo.

Nunca.

Al día siguiente llamó a Margareta:

—Quiero solicitar la adopción.

Para siempre.

Siguieron evaluaciones, visitas, papeles.

Pero ahora tenía un propósito: proteger a esos niños.

Compró una casa en las afueras de la ciudad, con jardín y tranquilidad.

Andrei renació: corría, leía en voz alta, dibujaba, hacía galletas.

Nicolae comenzó a reír de nuevo.

Una noche, mientras lo arropaba, escuchó:

—Buenas noches, papá…

—Buenas noches, hijo —respondió, conteniendo las lágrimas.

En primavera, la adopción fue oficializada.

Pero en su corazón, Nicolae ya sabía.

La primera palabra que dijo Livia —»papá»— fue el sonido más precioso de su vida.

No planeaba ser padre.

Pero ahora no entendía cómo había vivido sin ellos.

Y si alguien le preguntara cuándo empezó su nueva vida, respondería sin dudar:

—Desde ese «Señor, por favor…»

La vida nos sorprende cuando menos lo esperamos.

A veces, nuestro mayor propósito llega disfrazado de la necesidad de otro — y en el acto de amar, encontramos nuestra propia salvación.

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