—¿No hay nada de comer en casa? —bromearon los compañeros, cuando la vieron esconder discretamente su almuerzo escolar en la mochila. Pero su mochila ocultaba un secreto muy distinto.

HISTORIA

En el comedor del Liceo Nº 6 siempre flotaba el olor a sopa de guisantes quemada y costras de pan secas, como si el aire estuviera impregnado de lo mismo que las croquetas.

En las largas mesas sonaban las bandejas, alguien golpeaba un vaso con una cuchara y se quejaba de que la compota estaba más ácida que de costumbre.

Anya Zvonaryova se mantenía un poco en segundo plano.

Mientras sus compañeros discutían animadamente un problema de matemáticas, ella tomaba un bocado de croqueta con concentración, mientras envolvía la otra con cuidado en una servilleta y la metía en el bolsillo lateral de su vieja mochila.

Allí ya había tres rebanadas de pan, un pastel de hígado del día anterior y una manzana que había cogido durante el recreo.

Fue su compañero Zhenka Kutuzov quien lo notó primero. Acercó su silla, sonrió y preguntó:

—¿Qué pasa, no tienes suficiente comida en casa?

Anya suspiró y lo miró por encima de las gafas mientras respondía:

—Es mi reserva de supervivencia.

—¿Estás jugando a Stalker o qué? ¿O es una nueva moda: “esconde la croqueta de la señora de la limpieza”?

—Déjame en paz, Kutuz.

Dasha Lepjójina, que estaba al otro lado de la mesa, se dio la vuelta y añadió con una ceja levantada:

—¡Deberías haberla visto! Ayer escondió pasta. Toda su mochila quedó llena de salsa.

Las risas se propagaron por el comedor como una pelota por el pasillo.

Anya bajó la mirada —explicar no tenía sentido, porque esto ya era parte de su rutina diaria. Sonó el timbre.

Treinta alumnos salieron al pasillo, y ella cerró su mochila y salió en silencio por la puerta trasera.

La familia Zvonaryov vivía en las afueras de una aldea obrera, cerca del depósito.

Dos habitaciones, una cocina diminuta de seis metros cuadrados, sin aislamiento acústico.

Su padre trabajaba como mecánico en el departamento de vagones, su madre como auxiliar en la ambulancia.

El dinero apenas alcanzaba, pero en casa siempre había una bolsa de papas y un frasco de pepinillos.

Pero Anya no recogía los almuerzos escolares para sí misma.

Una semana atrás, había escuchado por casualidad a una mujer llorar en el apartamento vecino: se habían quedado sin carbón, tenía una pierna rota, y no había trabajo.

Tenía un hijo, Max, un niño de primer grado con unos ojos enormes.

Esa noche, Anya les llevó su ración de pilaf.

Max comió zanahorias guisadas como si fueran un verdadero manjar.

Entendió que una sola vez no resolvería sus problemas, pero en la escuela siempre sobraba mucha comida. Así que podía ayudar.

El viernes llevó una croqueta caliente, pan y un trozo de pastel al horno.

Max y su madre, Lyuba Alekseyevna, le dieron las gracias con timidez y prometieron “devolver todo en cuanto su pierna sanara y reabriera la biblioteca”.

Anya simplemente se encogió de hombros:

—De todas formas, en la escuela la comida caliente acaba en la basura.

Desde entonces, recogía a diario su “ración” y la llevaba a sus vecinos.

En el camino a casa intentaba caminar de forma que nadie viera su mochila.

En el liceo los rumores se propagaban rápido, como masa con levadura.

Primero susurraron que Zvonaryova escondía comida “para su perro”, luego que “su madre no la alimentaba” y finalmente que “vendía croquetas en la estación”.

Especialmente Dasha tenía talento para propagar esas historias, porque le encantaban las sensaciones.

Durante la clase de literatura, mientras Olga Nikolaevna escribía el esquema de la redacción en el pizarrón, Dasha se inclinó hacia delante y dijo en voz baja:

—Mira, pide ayuda a los servicios sociales, dan paquetes para personas de bajos ingresos. ¿Por qué pasar vergüenza así?

Anya lo soportó en silencio, pero al escuchar las palabras “personas de bajos ingresos”, se levantó:

—¿De dónde sacas que yo pertenezco a ese grupo?

—¿Quién más escondería comida?

La profesora se dio la vuelta, vio que susurraban y dijo:

—Lepjójina, Zvonaryova, al frente.

La clase se quedó inmóvil. Dasha se levantó de un salto:

—¡Escondía croquetas en su mochila! ¡Todos lo vimos!

Se oyó una risa baja, pegajosa e incómoda. Olga Nikolaevna se frotó las sienes con cansancio.

—Anya, ¿es cierto?

—Sí, guardo comida en mi mochila. Pero no robo —respondió con calma.

—¿Por qué, entonces?

—Para ayudar a quienes están peor que nosotros —la voz de Anya era serena, aunque por dentro temblaba.

La profesora cerró el registro:

—Pasa a verme después de clase.

Esa noche, Anya caminaba por la calle vecina, iluminada por la luz amarilla de las farolas. Su mochila pesaba sobre su hombro.

Dentro había un poco de macarrones aún tibios, dos rebanadas de pan blanco y una mandarina —las reservas de Año Nuevo aún no se habían acabado.

Subió al tercer piso y llamó a la puerta. Max la abrió.

—¡Hola! —susurró con alegría.

Anya le tendió el recipiente:

—Hoy con mandarina. Es día de fiesta para ustedes.

—¿Está dulce?

—La más dulce.

Lyuba Alekseyevna salió del cuarto, apoyada en un palo de fregona.

—Qué vergüenza pasamos… El director de la biblioteca dijo que por ahora no hay vacantes.

—Pronto las habrá —sonrió Anya—. Bueno, me voy.

A la mañana siguiente recibió una sorpresa: Olga Nikolaevna le pidió que fuera con el director. La oficina olía a café y papeles. Dmitri Serguéyevich asintió:

—La profesora me lo contó todo. Dime directamente qué está pasando.

Anya contó honestamente la historia: la pierna rota, sin salario, el niño con hambre, las croquetas que se tiraban.

El director suspiró:

—¿Entiendes que llevarse comida viola las normas?

—Sí. Pero es mejor darla que tirarla.

Olga Nikolaevna añadió:

—Propongo legalizar esto. Tenemos un programa de “foodsharing”: el comedor puede entregar oficialmente la comida sobrante.

El director asintió:

—Contactaré con los servicios sociales. Por ahora, deja de llevarla a escondidas. Lo haremos como es debido.

Dos días después apareció un anuncio en la escuela: “Inicio del proyecto voluntario ‘Nunca es demasiado’.

Los almuerzos escolares sobrantes serán empaquetados y entregados a quienes los necesiten. Coordinadora: A. Zvonaryova”. Los compañeros leyeron el aviso y se miraron entre sí.

Zhenka se acercó a Anya:

—Oye, yo puedo ayudar. Mi tío tiene pan sobrante en su tienda.

Dasha se retorció un mechón de pelo con nerviosismo:

—Y mi padre tiene un puesto de carne. Puedo… bueno… traer restos. Solo frescos.

Anya sonrió, sorprendida:

—Trato hecho.

Esa misma tarde, dos chicos de una clase paralela ayudaron a Lyuba a cortar leña. El profesor de manualidades le trajo a Max nuevos cuadernos.

En primavera, cuando la nieve se derritió y el aire se llenó del olor a tierra húmeda, el director organizó un mercado escolar llamado “Día de los corazones bondadosos”.

Cada clase trajo algo: pasteles caseros, joyas, manualidades —todo se vendía a un precio simbólico.

El dinero recaudado fue destinado a crear una “red de seguridad” para los mejores voluntarios y comprar paquetes de alimentos.

El equipo de Anya vendió panecillos de jengibre con forma de huellas de gato —los horneó su madre, que de niña había querido ser panadera.

Periodistas acudieron al mercado. Tomaron una foto en la que Anya le daba a Max una mochila de colores.

Al fondo se veía a Dasha hablando con Lyuba sobre libros, a Zhenka cargando una caja de manzanas y al director firmando un cheque para los servicios sociales.

En el artículo se leía: “Todo comenzó con una croqueta en una mochila. Ahora el Liceo Nº 6 no solo alimenta con conocimiento, sino también con humanidad”.

Dasha hojeó el periódico y le dijo suavemente a Anya:

—Nos hiciste mejores, ¿sabes?

Anya se encogió de hombros:

—Solo quería que la comida no se tirara.

—A veces eso ya es suficiente —admitió Dasha.

En verano, Lyuba volvió a trabajar en la biblioteca. Max, con una nueva mochila y una reserva de cuadernos, se fue al campamento.

Ya no necesitaban los servicios sociales, pero el proyecto “Nunca es demasiado” continuó: ahora los almuerzos escolares se entregaban a dos jubilados solitarios y una familia numerosa.

Un día, Zhenya, agachado junto al almacén del comedor, dijo:

— ¿Te imaginas si en vez de burlarnos hubiéramos preguntado bien? Todo podría haber empezado antes.

Anya se echó a reír:

— Lo importante es que ahora todo está bien.

En septiembre, el director colgó en la entrada un diploma del concurso regional “La mejor iniciativa escolar del año”.

Al lado apareció un cartel: “Si te sobra pan, déjalo para los voluntarios”. También había un contenedor transparente.

Nadie se reía ya cuando Anya colocaba allí otra bolsa. Ahora todos lo hacían por turnos.

Casi todos los viernes se oía la voz de Zhenya desde el comedor:

— Anya, ¿te toca hoy? ¿Te ayudo a repartir los macarrones?

Ella respondía:

— Sí, deja que Dasha ayude, tenemos muchas manzanas, hay que empaquetarlas con cuidado.

A sus compañeros ahora les interesaba saber a quién le tocaría la “suerte” de recibir lo que sobraba. Era un honor aparecer en la lista de reparto.

A veces, Anya recordaba la primera risa burlona: “¿No tienes comida en casa o qué?” — y suspiraba.

Pero no por ofensa, sino por alivio: qué bueno que una sola chuleta logró enseñar a treinta adolescentes a compartir.

Y además regaló a Max una mochila, a su madre la oportunidad de cumplir un viejo sueño, a la tía Liuba la fe en que la ayuda puede ser discreta, y que no es necesario que nadie sepa cómo empezó todo.

Lo principal es que ahora, en el liceo, nadie se avergonzaba de decir:

— Tengo algo de sobra. ¿A quién se lo doy?

Y por la tarde, cuando se apagaban las luces en la cocina, crujían nuevas bolsas en la esquina, donde las chuletas ya no olían a basura.

Esas chuletas olían a algo bueno.

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