— ¡Lesha, mira qué belleza! — exclamó Svetlana, bronceada y llena de energía vital.
Abrió los brazos como si quisiera abrazar todo el mar a la vez.
Su cabello castaño, ligeramente aclarado por el sol, ondeaba con el viento.
— Te lo dije — este mes será el mejor para nosotros.
Aleksei, de pie junto a ella sobre la arena blanca de la playa, se acomodó el sombrero de paja y sonrió.
Pero por dentro su alma se encogía de angustia.
No podía quitarse de la cabeza la idea de que esa era su última oportunidad de recuperar, aunque fuera por un tiempo, la felicidad.
— Sí, Sveta, el mejor, — respondió él, esforzándose por sonar ligero.
— Como siempre, tienes razón.
Pero el miedo que había sentido desde las palabras del médico un mes atrás no lo soltaba:
“Oncología. Etapa avanzada. Dos o tres meses.”
Y aquí estaban — a orillas del mar, porque Svetlana había decidido firmemente “vivir, no morir”.
— ¿Vamos a nadar? — ella le tomó de la mano, con los ojos brillando.
— ¡No estés triste, Lesha! ¿Te acuerdas cuando de jóvenes saltábamos al río cerca de la casa de la abuela?
¡Tú temías que la corriente se llevara tu calzoncillo!
Él se echó a reír, y por un momento el dolor se desvaneció.
Así era como Svetlana siempre lograba sacarlo de su tristeza.
— No tenía miedo, solo era precavido, — siguió la broma.
— Está bien, vamos.
Pero si un tiburón me come — será tu culpa.
Riendo como adolescentes, corrieron hacia el agua.
Mientras Svetlana jugaba entre las olas, Aleksei la observaba discretamente.
Su corazón se encogía de amor y de dolor.
Qué hermosa es.
Cuánto la ama.
Y cuánto teme perderla.
Su historia comenzó en décimo grado, en un pequeño pueblo provincial donde todos se conocían.
Svetlana llegó a la escuela como un cometa brillante — nueva, con el cabello largo y castaño y una sonrisa capaz de derretir el corazón de cualquier chico.
Su familia se había mudado desde una ciudad vecina, y ella se convirtió de inmediato en el centro de atención.
Aleksei, alto y torpe, con un libro bajo el brazo, ni siquiera esperaba que ella lo notara.
Pero una vez, en una fiesta escolar, reunió el valor para invitarla a un baile lento.
— Eres diferente, — le dijo ella entonces, mirándolo a los ojos.
— No tratas de aparentar.
— ¿Y no te da miedo que te pise los pies? — bromeó él, y ella rió.
Desde aquella noche, se hicieron verdaderos amigos.
Después de la escuela, sus caminos se separaron: él se fue a Moscú a estudiar ingeniería, y ella a Leningrado, a filología.
Los padres les aconsejaron primero obtener un título y luego pensar en el amor.
Se escribían largas cartas y durante las vacaciones corrían a casa para pasar aunque fuera un poco de tiempo juntos.
La distancia solo fortaleció su vínculo.
A los veintidós años, apenas se graduaron, se casaron.
La boda fue modesta, en la casa de cultura local, decorada con flores de plástico, y con una grabadora que reproducía canciones de Alla Pugachova.
Pero no les importaba — eran felices.
Después vino la vida cotidiana.
Alquilaban un departamento diminuto, trabajaban sin descansos, soñaban con tener una casa propia y una cafetería.
El cansancio y los problemas del día a día empezaron a desgastar la relación.
Discutían por pequeñas cosas — quién olvidó lavar los platos, quién no pagó una factura.
Un día, en un ataque de ira, Aleksei dio un portazo y gritó:
— ¿Y si mejor nos separamos?
Svetlana lloró, pero no le gritó de vuelta.
Solo se sentó en el sofá y dijo en voz baja:
— Lesha, te amo demasiado como para perderte. Intentemos hacerlo de otra manera.
Hicieron un pacto: un día a la semana solo para ellos.
Sin trabajo, sin teléfonos, sin discusiones.
Paseaban por el parque, tomaban té en el balcón, recordaban los días escolares.
Poco a poco, su amor volvió a florecer, como una flor de primavera después del invierno.
Cinco años después compraron una casa con jardín y abrieron una cafetería.
Y poco tiempo después nacieron sus hijas — Lena y Masha, gemelas que llenaron sus vidas de alegría y caos.
Svetlana era una madre increíble — dulce, paciente, con un suministro interminable de cuentos y nanas.
Aleksei la miraba a menudo y pensaba: “Qué suerte tengo.”
Pero el tiempo volaba.
Las hijas crecieron, se fueron a estudiar, y la casa quedó vacía.
Para ahogar la soledad, Alexéi y Svetlana se volcaron de nuevo en el trabajo.
Decidieron abrir una segunda cafetería, trabajaban hasta la noche, olvidando descansar.
Y un día, en medio de la jornada laboral, Svetlana palideció y de repente se desmayó.
— ¡Sveta! ¡Sveta, despierta! — Alexéi la sacudía hasta que llegó la ambulancia.
En el hospital dieron el diagnóstico: agotamiento.
Pero Svetlana solo se encogió de hombros: “Solo estoy cansada, Liosha. Estaré bien.”
Sin embargo, al día siguiente volvió a perder el conocimiento.
Tras los exámenes, el médico, sin mirarla a los ojos, pronunció un diagnóstico terrible: cáncer.
Inoperable. Dos meses… y ya está.
En casa, Svetlana dijo en voz baja: — Liosha, no llames a las niñas.
No quiero que me vean así.
Quiero… quiero ir al mar.
¿Recuerdas cómo soñábamos con eso?
Recostarnos en la playa, beber cócteles, bailar bajo las estrellas.
Hagámoslo. Ahora mismo.
Alexéi quiso protestar, pero no pudo.
Si ese era su último deseo, haría todo para cumplirlo.
— ¿Liosha, estás otra vez lejos? — Svetlana le lanzó agua, sacándolo de sus pensamientos.
— ¡Eh, te veo — no estás aquí!
— No, estoy aquí, — sonrió él y se sumergió, ocultando las lágrimas.
— Solo pensaba en cómo ayer me ganaste tan hábilmente en las cartas. ¡Qué jugada!
— ¡Pues no te distraigas! — Ella reía, y su risa se escuchaba sobre las olas.
— Escucha, ¿vamos esta noche a ese restaurante con música en vivo?
¡Quiero bailar hasta caer rendida!
— ¿Estás segura de que podrás? ¿No sería mejor descansar? — Alexéi se arrepintió al instante de sus palabras.
Svetlana no soportaba que le recordaran la enfermedad.
— Liosha, estoy viva. Y quiero vivir, — respondió con suavidad pero con firmeza.
— Prométeme que no me enterrarás antes de tiempo. Prométemelo.
— Lo prometo, — susurró él, y se abrazaron en el agua, tan cálida como su amor.
Ese mes en el mar fue como un cuento mágico.
Paseaban por el malecón, comían helado, bailaban al ritmo de viejas canciones que tocaba la orquesta local.
Svetlana resplandecía: sus mejillas se sonrojaban, sus ojos brillaban.
Alexéi la miraba y pensaba: “¿Y si los médicos se equivocaron? ¿Y si esto es un milagro?”
Una noche, sentados en el balcón de su modesto hotel, ella dijo: — Liosha, no tengo miedo.
Aunque… aunque este sea el final, soy feliz.
Te tengo a ti. A mis hijas. Este atardecer.
He vivido una vida maravillosa.
— No digas eso, — la voz de Alexéi tembló.
— Aún vas a bailar en las bodas de nuestros nietos.
Ella solo sonrió y apretó más fuerte su mano.
Al regresar a casa, Svetlana insistió en hacerse nuevos exámenes.
Alexéi temía ese día como al fuego — temía oír que le quedaba aún menos tiempo.
Pero el médico, al revisar las imágenes, frunció el ceño y luego sonrió, sorprendentemente.
— Es casi increíble, — dijo.
— Hicimos análisis adicionales.
El tumor… casi ha desaparecido.
Esto ocurre en casos muy raros.
Su organismo es un verdadero luchador, Svetlana.
Alexéi miraba al médico y luego a su esposa, sin poder creer lo que oía.
Svetlana lloraba — pero eran lágrimas de alegría.
Se abrazaron con fuerza allí mismo, en el consultorio, y el médico, algo incómodo, salió.
— Liosha, ese era nuestro mar, — susurró ella.
— Ese era nuestro amor. Nos salvó.
— Tú me salvaste a mí, — respondió él.
— Siempre me has salvado.
Volvieron a su vida normal — la cafetería, los amigos, los nuevos sueños.
Svetlana siguió tomando medicamentos por un mes más, y la enfermedad comenzó a retroceder.
Cuando las hijas supieron todo, regresaron a casa, y la risa infantil volvió a llenar el hogar.
Alexéi miraba a su esposa y pensaba: “Qué tonto fui, casi la pierdo en mi juventud.”
Y Svetlana, como si leyera sus pensamientos, le guiñó un ojo y dijo:
— Liosha, no estés triste. Mejor hazme tus famosos panqueques.
¡Ya casi olvidé lo ricos que son!
Y él los hizo.
Los comieron en la terraza, mirando el sol ponerse, sabiendo que mientras estuvieran juntos, ninguna tormenta podría alcanzarlos.