Al anochecer, la abuela Vera Timofeyevna, como de costumbre, corrió las cortinas con fuerza, como si creara una barrera invisible contra el mundo exterior.
Su apartamento de dos habitaciones en las afueras de Komsomolsk vivía según su horario habitual: primero las cortinas, luego la tetera, luego las noticias.
Había sido así durante veinte años. Así es como me sentí seguro.
Las ventanas daban al antiguo cementerio, donde incluso en días sin viento los tilos crujían como si susurraran entre sí.
Ese crujido se había convertido en una parte habitual de su velada, al igual que el silencio en el patio, lo que significaba que todo estaba en silencio.
El viernes, Dasha vino como siempre: su nieta de ocho años, quien abrió la puerta ella misma con la llave después de su actividad extraescolar.
“¡Hola, abuela!” —gritó, arrojando su mochila sobre el armario del pasillo y metiendo las manos en los bolsillos, como si estuviera escondiendo algo.
—Lávese las manos, señorita —dijo Vera sin mirar a su alrededor.
Dasha corrió a la cocina, regresó con las manos mojadas… y de repente sacó un pequeño joyero de madera de su bolsillo.
Sucio, desgastado, como si hubiera estado bajo tierra.
“¡Mira lo que encontré!”
Vera frunció el ceño. En el estante encima del televisor colgaba un retrato de su marido. A él tampoco le gustaban las sorpresas.
«¿Dónde fue eso?»
En la puerta del cementerio. Estaba casi enterrado, como si alguien lo hubiera escondido y luego hubiera cambiado de opinión.
La niña acarició suavemente la tapa: pintura agrietada, manchas oscuras en los tallados, un cierre de latón cubierto de óxido.
“Tenemos que llevarlo a las autoridades”, dijo Vera. “Cosas del cementerio: eso trae mala suerte”.
Pero nadie lo extrañará. ‘¿Lo abrimos?’ Los ojos de Dasha brillaron con curiosidad.
Vera se sintió incómoda. Ella conocía los presagios: lo que viene de entre los muertos no debe tocarse.
Pero algo más despertó en ella. Curiosidad. O el recuerdo de algo oculto durante mucho tiempo.
-Bien, pero cuidado. Ponemos papel de periódico debajo para no esparcir nada por la casa.
Sobre la mesa se colocó el periódico “Komsomolskaya Pravda” y encima la caja. La cerradura apenas era segura.
Vera tomó un cuchillo y lo movió un poco. El metal crujió como una articulación.
«Lo abriré.»
Debajo de la tapa había un forro de terciopelo que contenía una bolsa de tela oscura con cordón.
En el interior hay algunos dientes de niños, cuidadosamente colocados en círculo. A su lado hay un anillo amarillento y un trozo de papel: “Conservar hasta el día negro”.
Dasha miró por encima del hombro:
«¿Qué es eso?»
“No lo sé”, respondió Vera, aunque sí lo sabía. Su corazón se encogió al darse cuenta: un ritual. Un talismán. O una maldición.
La tela olía a humedad y a humedad. Dentro de la bolsa había viejos billetes soviéticos, de diez y de cinco, sujetos con alambre. Debajo de eso, un rollo de radiografías.
En el primero: un cráneo de mujer. Una grieta en el hueso frontal fue señalada con un marcador rojo. En la esquina, una firma: “N. Zolotova, 1989”.
Vera contuvo la respiración. El apellido de su marido era Zolotov. Y enseguida lo recordó: Ninka, su prima, desapareció en 1989.
En ese momento dijeron que fue un accidente en la obra. Pero su cuerpo nunca fue encontrado.
“Abuela, ¿qué pasa?” Dasha preguntó, mirando dentro de la caja.
-Ve a la habitación. ‘Pon una caricatura
“¡Ya no soy un pequeño!”
“¡Dasha, ahora!”
La muchacha resopló indignada, pero obedeció. Vera apartó la caja de ella, como si pudiera quemarla.
Sus dedos temblaban. Si éstos eran los restos de Nina, ¿quién los enterró aquí? ¿Y por qué ahora?
Cogió el teléfono (el viejo con cable, el que su hijo hacía tiempo que quería que se deshiciera de él) y marcó “02”.
«Sala de control. ¿Qué está sucediendo?’
Encontré algo. Una caja. El contenido… posiblemente restos humanos.
Romper.
“Por favor, indique su dirección.”
Vera lo transmitió. Ella colgó el teléfono. Miré la caja. A la foto.
Al mundo fuera de la ventana, que de repente había perdido su paz.
Media hora pareció horas. Dasha siguió viniendo a comprobar y hacer preguntas. Ella quería saber, quería ver.
“¿Viene la policía?” Ella preguntó emocionada.
“Lo van a investigar”.
¡Abriré la puerta! ¡Lo encontré después de todo!
Cuando el coche se detuvo frente al edificio —azul y blanco, con dos agentes uniformados y un detective de civil—, Dasha ya estaba saltando de impaciencia.
Vera salió de la cocina con su viejo bolso en la mano: el bolso en el que antes guardaba documentos.
Ahora allí estaba la caja. Los agentes se pusieron guantes, tomaron fotografías y redactaron un informe.
¿Cómo lo encontraste?
“Mi nieta lo trajo del cementerio”.
—Por fin —respondió Vera Timofeyevna. ‘Audiencia. De nadie, salvo del recuerdo.
Dasha estaba sentada a la mesa, escribiendo una declaración al dictado, sollozando como si le hubieran quitado su juguete favorito.
Vera le acarició el pelo y repetía: «Todo está bien. No tengas miedo».
Cuando los investigadores se marcharon, la niña se fue a la cama enfurruñada. Vera se sirvió unas gotas de valeriana.
Sus manos todavía temblaban. Sólo la tetera proporcionaba algo de calor.
El teléfono sonó. Fue Pavel, su hijo, quien hacía tiempo que le había dicho que tirara ese viejo teléfono.
Mamá, ¿qué pasa? ‘Me llamaron de la oficina.’
Dasha encontró una caja en el cementerio. ‘La policía se lo llevó.’
«¿Qué había dentro?»
‘Dientes. Un anillo. Y una radiografía de un cráneo. Firmado: Nina Zolotova, 1989.»
Pasha permaneció en silencio durante mucho tiempo. Cuando volvió a hablar, su voz era más suave: «Esa es nuestra familia. ¿Entiendes lo que significa?»
—Lo entiendo —dijo Vera suavemente. “Y lo que sabemos ahora es peor que lo que no sabíamos”.
Esa noche soñó con el cementerio. Una mujer sin rostro caminaba y en los bolsillos de su vestido tintineaban dientes de niños como en un amuleto.
Por la mañana Vera vio las noticias: ni una palabra. El mundo estaba en silencio.
Por la tarde vino el policía local. Clima.
Dasha necesita complementar su declaración. ‘Algunas preguntas más.’
La niña dibujó, pálida y con la mirada baja.
“¿Puedo saber lo que ya sabes?” Vera preguntó.
«Es demasiado pronto para sacar conclusiones», dijo mientras se masajeaba la gorra. —Pero ese anillo… pertenecía a tu marido.
Las palabras se quedaron atrapadas. Su marido había muerto de un ataque cardíaco hacía cinco años. Entonces, ¿cómo fue que su anillo terminó bajo tierra?
Él se había ido. Pero su sombra permaneció.
Por la tarde sonó el teléfono. Una vieja amiga, siempre la primera en enterarse: “Vera, la gente está escribiendo en las redes sociales: ¡los Zolotov tenían su propia tumba! ¡Funeral secreto!
Vera colgó el teléfono. Dasha se sentó en el suelo, abrazando a su desgastado osito de peluche.
Abuela, ¿el abuelo era una mala persona?
Vera permaneció en silencio durante un largo rato. «El abuelo era… complicado. Cometió errores que se convirtieron en la tragedia de otra persona.
Dasha asintió. Presionó su nariz contra el animal de peluche. Y el silencio en la habitación se hizo un poco más soportable.
La semana pasó como bajo el agua. El periódico publicó un artículo titulado: “Esqueleto en tierra familiar”.
Vera fue a la tienda con una capucha, sintiendo miradas. Dasha llegó a casa de la escuela llorando y los niños ahora le susurraban: «sepulturera».
La policía volvió a llamar.
Sergei, un antiguo compañero de clase que ahora trabajaba en la agencia, habló con cautela: “El cráneo fue encontrado en una maceta de piedra debajo de un árbol, al lado de la caja”.
—Seryozha, dime con franqueza: ¿mi marido tuvo algo que ver con esto?
Su ADN estaba en el anillo. Y el plazo de prescripción es de treinta años. 1989.’
“Pero él siempre decía que Nina se había ido a Tomsk…”
“Y la encontramos aquí.”
Esa noche, Vera revolvió todas las cajas de papeles, buscando fotos, cartas, cualquier rastro.
Encontró una: una joven Nina sonriendo, en sus manos estaba ese mismo joyero.
El destino ya estaba sellado, pero nadie se había dado cuenta.
Hubo una llamada oficial del Ministerio Público.
Identificación.
Evidencia.
En la oficina del detective, Vera vio su propio rostro en la ventana: gris, como descolorido por el tiempo.
—¿Pudo estar involucrado su marido?
—Era cruel, pero no creo que fuera un asesino.
—¿Había deudas?
Ella lo recordó.
Sí.
Una vez Nina le dio dinero.
Él lo había pedido.
Ella había ayudado.
Ahora todo encajó.
Una pelea.
Un golpe.
Un cráneo fracturado.
El cuerpo escondido bajo una valla en construcción.
Los dientes en la caja: un ritual de protección o una maldición.
Los billetes: restos de una deuda saldada.
Afuera caía la húmeda nieve de marzo, arañando el cristal.
Dasha sufrió acoso en la escuela.
Vera fue a la reunión de padres y dijo con determinación:
—Deja a mi nieta en paz.
Los pecados de los padres no deben recaer sobre los hijos.
El maestro asintió en silencio.
La clase quedó en silencio.
El proceso fue rápido.
Formal.
El hombre estaba muerto, el caso cerrado.
Pero el nombre Zolotov ahora sonaba diferente, como un eco que no desaparece.
Un año después, Vera reunió fuerzas suficientes y llevó a Dasha al cementerio.
Eligieron una piedra sencilla.
Escribieron: «Nina. No te olvidé».
Lo colocaron junto al árbol donde habían encontrado el cráneo.
Dasha colocó un lirio de porcelana encima.
—Abuela, ¿esta es su casa ahora?
—Ahora sí.
Y hemos cumplido con nuestro deber.
Se fueron, dejando la caja en la tierra donde pertenecía.
El viento hacía crujir los tilos y parecía como si ya no crujieran.
Como si los susurros de treinta años finalmente se hubieran apagado.
—Ven, vámonos a casa —dijo Vera tomando la mano de su nieta.
—Tenemos que seguir viviendo.
Dasha le apretó la mano con fuerza: adulta, a su manera lejos.
Ambos sabían que el mal sólo deja de existir cuando uno ya no le teme.