Pero cuando regresó al amanecer… se quedó sin palabras.
Cuando Iván volvió al alba, cansado y con las manos aún oliendo a tierra húmeda y hojas, lo primero que lo golpeó fue el silencio.
Demasiado silencio.
Demasiado profundo, demasiado frío.
Su casa siempre tenía un murmullo — algo crujía, su esposa tosía desde el dormitorio, pero ahora… nada.
Echó un vistazo a la cocina — las niñas ya no estaban en la mesa.
El té estaba frío.
Las tazas vacías.
Su corazón dio un vuelco.
— ¿Niñas? — gritó.
— ¿Ari…? ¿Marina?
Nada.
Fue hacia el dormitorio donde estaba su esposa.
La amaba, aunque la vida les había puesto obstáculos.
Desde hacía unos años estaba paralizada, ya no podía hablar, solo parpadeaba y emitía sonidos apagados.
Pero estaba allí.
Viva.
Presente.
Lentamente, abrió la puerta… y lo que vio allí… le dejó sin aliento.
Las niñas estaban en la cama.
Una de ellas — probablemente Ari — estaba arrodillada junto a la mujer, con la mano en su frente.
La otra — Marina — miraba fijamente a sus ojos.
La mujer… sonreía.
Sí, sonreía.
Era la primera vez, después de tanto tiempo, que su rostro no estaba congelado en una máscara sin expresión.
— ¿Qué… qué han hecho? — preguntó Iván con voz apagada.
Las niñas se giraron hacia él, lentamente.
En sus ojos — algo extraño.
Como una luz que no estaba allí anoche.
— Ionuț Dănțul… ella ya no sufre — dijo Marina.
— Estuvo muy triste, pero ahora está bien — agregó Ari.
Iván negó con la cabeza, incapaz de comprender.
Se acercó a la cama.
Su esposa tenía los ojos cerrados.
Pero no estaba dormida.
Era una paz profunda, silenciosa, definitiva.
La tocó con la mano temblorosa.
Fría.
— Ha muerto… — susurró.
Las niñas miraban en silencio, sin miedo, sin culpa.
— No hicimos nada malo — dijo Ari.
— Solo la tocamos, y con los ojos nos dijo que nos agradecía, que estaba lista.
Iván se arrodilló.
Una lágrima rodó por su mejilla.
— ¿Ella… sonrió?
— Sí, sonrió, Ionuț Dănțul.
Estaba feliz.
Nos dijo sin palabras que había esperado este momento.
Que estaba preparada.
Permaneció así, junto a la cama, con la cabeza baja, mientras las niñas salían de la habitación.
Pasó una semana.
El pueblo estaba paralizado.
Algunos decían que las gemelas eran una señal.
Otros, que estaban malditas.
Pero Iván sabía su verdad.
Las adoptó.
Así, simplemente.
Hizo los papeles, habló con quien debía, pero en realidad… las recibió en su alma desde la primera noche.
La vida siguió su curso.
Las niñas iban a la escuela.
Iván seguía cuidando el bosque.
Pero cada mañana, al verlas jugar en el patio, algo en él se calentaba.
Un fuego lento, suave.
Y a veces, en las noches tranquilas de otoño, cuando la niebla flotaba sobre el camino y las hojas caían silenciosas, Ari se acercaba a él y preguntaba:
— ¿Crees que mamá sonríe todavía?
Y Iván, con voz baja, siempre respondía igual:
— Si ustedes están aquí, significa que sonríe cada día.
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