Igor estaba sentado en un sillón y miraba por la ventana.
Afuera se extendía una vista de nubes grises y asfalto mojado — incomparable con nada.
Justo al lado de él, junto a la ventana, estaba sentado su abuelo, Viktor Stepanovich, envuelto en una manta vieja, con un libro en las manos.
Encorvado, canoso, con unas gafas que se deslizaban constantemente por su nariz, hojeaba lentamente las páginas y seguía las líneas con el dedo, como si temiera perderse una sola palabra.
Para Igor, eso era insoportable.
Observaba en silencio, pero por dentro hervía: «¿Cuándo desaparecerá por fin este viejo de mi vida?»
Todo de ese hombre le irritaba.
Su lentitud, su tos ronca, la eterna amabilidad en sus ojos, como si aún creyera que era amado.
Que alguien lo necesitaba.
Igor apretó los dientes y desvió la mirada.
Mirarlo era insoportable.
¿Cuánto tiempo más tenía que fingir que le importaba?
¿Cuánto tiempo más tenía que soportar ese apartamento, esas tardes, ese olor a vejez?
Nunca había conocido a su padre.
Su madre murió joven.
Después de su muerte, se quedó solo — salvo por su abuelo.
Él lo sacó del orfanato, le dio un techo, comida, ropa.
Pagó por su educación, y más aún — todo lo necesario para vivir.
Pero Igor no veía amor en eso.
Para él, era un deber.
Tenía que ayudar — así que ayudaba.
¿Qué tenía eso de especial?
Viktor Stepanovich había llevado una vida decente: un apartamento en el centro, una casa de campo, una cuenta bancaria.
Igor lo sabía desde pequeño.
Siempre entendió: todo eso algún día sería suyo.
No tenía que hacer nada para lograrlo.
El destino ya lo había decidido.
Solo tenía que esperar.
Los años pasaban e Igor se volvía irritable, perezoso, convencido de que el mundo estaba en su contra.
Sin éxito en el trabajo — culpa del jefe.
Sin dinero — culpa del Estado.
Parejas que lo dejaban — traidoras.
Quiso ser empresario — fracasó.
Quiso emigrar — fracasó.
Quiso formar una familia — fracasó.
Cada fracaso era culpa de otros.
Él — sin pecados.
Y el abuelo… lo veía todo.
Al principio aún tenía esperanzas, luego creía, y al final simplemente perdonaba.
Cuando Igor era adolescente, pensó: «Tal vez madure.»
Cuando se graduó — esperó un cambio.
Tras el primer despido — volvió a creer.
Pero al final llegó el pensamiento amargo: él mismo tenía la culpa.
Había criado a su nieto como a un niño que debía ser mimado, no como a alguien que debía aprender a asumir responsabilidades.
«Lo he malcriado», pensaba Viktor Stepanovich, sentado con un libro que hacía tiempo que ya no leía.
«Arruiné mi vejez.»
Sentía cómo envejecía.
Olvidaba dónde había dejado sus gafas.
Confundía los días de la semana.
A veces no podía concentrarse en una conversación simple.
Y a veces lloraba por la noche — no de dolor, sino de la conciencia de su impotencia.
Una noche, mientras Igor veía la televisión con cara de disgusto, su abuelo se le acercó.
Su voz era tranquila, pero temblorosa.
«He estado pensando… No voy a dejarte nada.»
Igor se quedó helado.
«¿Qué dijiste?»
«No puedo hacerlo. No sabes manejarlo. Lo malgastarás. Lo perderás.
No quiero que todo lo que he construido en mi vida desaparezca por tu pereza.»
«¿¡Te has vuelto loco!?» estalló Igor.
«¡Es mío! ¡Estoy aquí por ti! ¡Por todo lo sagrado — soporto esto!»
«No,» respondió el abuelo con firmeza.
«Estás aquí por ti mismo. Y no me debes nada.»
Igor se levantó de golpe, golpeó la mesa.
Por dentro hervía.
Lo que había querido toda su vida se le escapaba de las manos.
Y no podía permitirlo.
A la mañana siguiente recordó a Petia — un compañero callado de la escuela, siempre excelente alumno, ahora farmacéutico.
Pobre, pero inteligente.
Igor se burlaba de él en el pasado.
Ahora, Petia podía ser útil.
Se contactaron por redes sociales.
Un café cerca del metro, Petia — todavía ordenado, con gafas, un poco tímido.
«Escucha, Petia,» comenzó Igor, «necesito unas gotas.
Para calmar al abuelo.
Está viejo, se le olvidan las cosas.
No quiere ir al médico.
Solo quiero tranquilizarlo un poco.
Para que no cause problemas.»
Petia frunció el ceño:
«¿Quieres un sedante?»
«Algo así.
Sin receta.
Ligero, seguro.»
Petia reflexionó.
Todo estaba claro: Igor mentía.
Sus ojos se movían nerviosamente, su voz era insegura.
Pero Petia también tenía sus problemas.
«Es peligroso,» dijo finalmente.
«No se debe dar ese tipo de cosas así como así.»
«Vamos, hombre,» lo cortó Igor.
«No es veneno. Solo un poco. Todo bajo control.»
Petia dudó, pero accedió.
Igor recibió un frasquito.
Y comenzó a actuar de inmediato.
Por la noche echó las primeras gotas en el té.
Su abuelo estaba, como siempre, sentado a la mesa, leyendo el periódico, haciendo comentarios.
Solo al final de la cena se volvió un poco más lento, se frotó las sienes, perdió el hilo.
Pero seguía hablando.
Solo más despacio de lo normal.
Había comenzado.
Cada mañana — unas gotas en el té.
Cada noche — en la leche.
Viktor Stepanovich se volvía cada vez más confundido.
Olvidaba dónde había dejado su libro, hacía las mismas preguntas una y otra vez, perdía la noción del tiempo.
Por la noche deambulaba por la habitación, murmuraba cosas incomprensibles, como si buscara una salida de una mente que ya no le obedecía.
Igor sentía que el control pasaba a sus manos.
Ya no había sermones.
Ninguna palabra sobre lo ‘correcto’ o lo ‘incorrecto’.
Solo un anciano callado, perdido, que se desvanecía cada vez más en sí mismo.
«Eso es todo,» susurró para sí mismo, mientras observaba cómo su abuelo buscaba de nuevo sus gafas, que no estaban en su lugar habitual.
«Todo va según lo planeado.»
Se apresuró.
Quería tener los papeles listos antes de que alguien se diera cuenta.
Una firma — y todo estaría arreglado.
Pero su abuelo ya casi no entendía nada.
Tenía que encontrar otra manera.
Y Igor la encontró.
A través de contactos llegó a una residencia privada — no muy oficial, pero sin preguntas incómodas.
Pago por adelantado — y el viejo desapareció de escena.
Vivía donde debía.
Donde nadie preguntaba por qué ya no llamaba.
«Lo importante es la tranquilidad,» dijo la mujer de la administración, mirándolo directamente a los ojos.
«Aquí no viven. Esperan el final.»
«Lo entiendo,» asintió Igor.
«Y eso es exactamente lo que quiero.»
Igor llevó a su abuelo de noche — en silencio, para que nadie lo viera.
Viktor Stepanovich apenas parecía darse cuenta de lo que pasaba: mirada turbia, manos temblorosas, murmullo ininteligible.
En el coche cabeceaba o perdía la conciencia, encogido con su abrigo gastado apretado contra el pecho.
«Hemos llegado, abuelo,» dijo Igor, apagando el motor.
No explicó nada.
Simplemente lo tomó del brazo y lo guió por un pasillo en penumbra.
El administrador los esperaba.
Asintió en silencio y les hizo una señal para seguirlo.
Dentro olía a medicamentos, y en el aire flotaba un silencio mezclado con los suaves quejidos de habitaciones vecinas.
El abuelo no se resistió.
Como si no entendiera dónde estaba.
«Ahora estás en un lugar seguro,» susurró Igor, con una sonrisa satisfecha.
«Descansa bien.»
Afuera respiró hondo.
Sacó su libreta y su bolígrafo.
Mañana al notario.
Todo debía arreglarse rápido.
Se sentía como un ganador que ya veía la meta: todo bajo control, solo quedaba poner el punto final.
Dos días después regresó.
Tenía que firmar un poder y recoger los documentos.
Subió las escaleras, entró en la sala de recepción — y se quedó paralizado.
«¿Dónde está?» gritó de repente Igor a la enfermera.
«¿Quién?»
«¡Mi abuelo! ¡Viktor Stepanovich! ¿Dónde está?!»
La mujer dudó.
Sus ojos se movían de un lado a otro.
Llamaron al administrador.
Salió, pálido y visiblemente asustado.
«Ha… pasado algo inesperado.
Él… ya no está.»
«¿Qué significa ‘ya no está’?!» gritó Igor.
«¿¡Estás bromeando!?
¡Ni siquiera estaba consciente!
¡No podía caminar, ni recordaba su nombre!
¡¿Cómo va a desaparecer?!»
El administrador bajó la mirada:
«Nosotros tampoco lo entendemos…
Lo hemos revisado todo, pero no hay cámaras, la seguridad no vio nada…»
Igor perdió el control.
Gritó, exigió explicaciones, amenazó con una demanda, agarró al director por el cuello.
Pero él guardaba silencio.
Ya estaba contactando con las personas adecuadas para encubrir el incidente.
Para que nadie supiera nada.
Pero todo había comenzado de otra forma…
Un día antes, la enfermera Nadezhda encontró al anciano en el patio: descalzo, con ropa rota, la mirada perdida.
Ella lo ayudó a levantarse, lo lavó y empezó a hacerle preguntas.
Él murmuraba algo sobre la guerra, sobre una niña llamada Lida, sobre una casa que ya no existía.
—Igor… ¿por qué me dejaste?… no me dejes aquí… —alcanzó a oír.
Nadezhda se quedó inmóvil.
Algo se le encogió por dentro.
Ese hombre era el padre de alguien.
El abuelo de alguien.
Y alguien le había hecho daño.
Y si ella callaba, nadie lo protegería.
Esa noche no pudo pegar ojo.
Una y otra vez, veía en su mente las imágenes: las magulladuras en las mejillas del anciano, sus manos temblorosas, la mirada vacía.
Por la mañana, cuando apenas amanecía, Nadya estaba sentada en la cocina envuelta en una manta, mirando por la ventana.
El teléfono estaba a su lado.
Su dedo dudaba una y otra vez sobre el botón de llamada.
Y en un momento, lo presionó.
—Seryozha, perdona que te llame por trabajo… Ya no puedo seguir callando.
—¿Qué pasa? —respondió una voz masculina, preocupada.
—En el trabajo está el anciano. No deberían haberlo dejado allí. Es como un niño. Delira. Estoy segura de que alguien le hizo algo.
—Nadya, ¿entiendes lo que estás diciendo?
—Lo entiendo. Pero si lo dejo ahí, morirá. O se perderá por completo. He visto gente así. Él es especial. Aún tiene luz dentro.
Pausa. Y luego:
—Está bien. Iré. Como si fuera su familiar. ¿Me ayudas a recoger sus cosas?
—Claro. Sé dónde está todo. Tomaré su expediente médico. Pero ten en cuenta: esto es arriesgado.
—Nadya, me casé contigo porque no sabes mirar hacia otro lado. Así que vamos a hacerlo.
Al mediodía todo estaba listo.
Nadezhda cambió su turno, habló con seguridad.
Serguéi entró con un documento falso de traslado a otra clínica.
Todo salió casi perfecto.
El anciano caminaba con ellos en silencio, como si no entendiera adónde lo llevaban.
En el coche reinaba el silencio, interrumpido solo por su respiración pesada.
—¿Y ahora… adónde?.. —murmuró, apoyándose en la ventana. —¿Y Lida?… ¿dónde está Lida?…
—¿Lida? —repitió Nadya en voz baja, mirándolo por el retrovisor.
—Mi Lida… —susurró Víktor Stepanovich, bajando la cabeza.
En casa lo acostaron en el sofá.
Nadya lo cubrió con una manta, sirvió té.
Serguéi se sentó cerca, observando con tensión.
—Tiembla entero… ¿estás segura de que está bien?
—Solo está olvidado. Lo borraron como una grabación inútil. Pero las páginas quedaron. Está vivo. Y eso es lo principal.
La noche fue inquieta.
El anciano no se movía, no roncaba; parecía haberse desvanecido.
Por la mañana, Nadya fue a verlo, tocó su frente: estaba fría.
Se quedó paralizada.
—¡No respira!
Serguéi saltó, puso su oído en el pecho.
Allí había un latido débil, pero rítmico.
—Está vivo. Solo duerme. Tal vez, por primera vez en mucho tiempo, se siente seguro.
Salieron a la cocina, dejando la puerta entreabierta.
Una hora después se oyó una voz suave:
—Lidita… ¿ya hirvió la tetera?
Nadezhda corrió hacia él.
Víktor Stepanovich estaba sentado en el sofá, apoyado en el brazo del sillón, mirando por la ventana.
—¿Dónde estoy?
—Con nosotros. Estás a salvo, —se sentó a su lado, tomándole la mano. —Te llamas Víktor. ¿Lo recuerdas?
Él asintió, pero sus ojos mostraban ansiedad.
—Igor… quería… deshacerse de mí.
Su voz temblaba.
Cada palabra le costaba.
Pero recordaba.
Lentamente, con dolor, pero recuperaba su ser.
—Él me traicionó… No le daré nada… Quería que desapareciera.
—Pero estás aquí, —dijo suavemente Nadya. —Y recuerdas todo. Eso significa que no todo está perdido.
Víktor alzó la vista.
Y de pronto se detuvo.
Su mirada cayó sobre la cómoda.
Allí, en marcos, había una vieja fotografía.
En la imagen: una mujer con pañuelo, ojos amables y una sonrisa que calentaba el alma.
—¿De dónde sacaron esta foto?..
—Es mi abuela. Lidia Artyómievna. Ella me crió.
—Lidia… Artyómievna… —repitió el nombre lentamente, como saboreándolo. —Es ella… Es mi Lida…
No apartó la mirada de la foto por mucho tiempo.
Luego empezó a hablar, en voz baja, con pausas, como si regresara a un pasado lejano, donde era joven, lleno de esperanzas y amor.
—Estuvimos juntos… Jóvenes, tontos, enamorados.
Ella se fue con su hermana.
Yo fui a estudiar.
Y luego comenzó la guerra…
Las cartas tardaban años en llegar, y algunas nunca lo hicieron.
La busqué.
No la encontré.
Y cuando supe que se había casado… me quedé solo.
Así viví hasta el final.
Las lágrimas corrían por sus mejillas.
No las ocultaba.
—Ella era especial. La mejor de todas. Y ahora ya no está.
—Pero no la olvidaste, —dijo suavemente Nadezhda.
—No. Ni una sola vez en toda la vida. Ni siquiera en mis pensamientos.
Volvió a mirar la foto, luego miró a la mujer.
—¿Y Serguéi? ¿Él es su nieto?
—Sí. Su educación fue todo lo que él tuvo.
Gracias a ella, él es quien es.
—Entonces lo entiendo, —dijo el anciano, pasándose la mano por el rostro. —Entonces sé a quién dejarle mi herencia.
Igor se enteró de todo rápidamente.
Alguien del personal se le fue de la lengua: que el anciano vivía con desconocidos.
Llegó furioso.
Sin la firma del abuelo, no heredaría nada.
Y encima, el viejo seguía vivo, y lúcido.
Y podía hablar más de la cuenta.
Irrumpió en el departamento, casi tirando la puerta abajo.
En el pasillo lo interceptó Nadezhda.
—¿Dónde está?! —gritó Igor. —¿Dónde está mi abuelo?!
—Está descansando. No puedes entrar.
—¿Y tú quién te crees para decidir quién puede y quién no?! —Intentó avanzar.
Pero ya salía Serguéi de la habitación.
Tranquilo, seguro, con la mirada firme.
—Cálmate. Aquí no eres bienvenido.
—¡Son unos estafadores! ¡Se lo llevaron, lo asustaron, lo manipularon en mi contra! —la voz de Igor se rompía.
—Él solo te mostró quién eres realmente, —respondió con calma Serguéi.
Apareció también Víktor Stepanovich.
Entró al pasillo apoyado en su bastón.
Sus ojos —claros, lúcidos.
—Recuerdo todo, Igor. Todo lo que hiciste.
—Abuelo, escúchame… ellos te confundieron… tergiversaron todo… —la voz de Igor temblaba, pero mentía mal.
—No. Tú me confundiste.
Tú elegiste tu camino.
Y yo… sobreviví.
Querías que desapareciera.
Que obtuvieras todo sin esfuerzo.
Pero aquí estoy.
Y lo recuerdo todo.
—¿De verdad crees que estas personas son mejores que yo? ¿Más dignas?
—Ellos son familia, Igor.
Porque hicieron lo que tú no: tendieron la mano.
Me dieron un hogar.
Y tú… tú simplemente traicionaste.
Igor guardó silencio.
Temblaba.
Se dio media vuelta bruscamente y se fue, dando un portazo.
Los meses pasaron sin notarlo.
Serguéi y Nadezhda ayudaban a Víktor Stepanovich a recuperar documentos, a redactar el testamento.
Todo lo que quedaba de su vida —el departamento, la casa de campo, el dinero— pasaba a Serguéi.
Como heredero de Lidia Artyómievna.
Como un verdadero ser humano.
Igor no volvió a llamar.
Al principio esperó.
Luego bebió.
Después empezó a trabajar —por primera vez de verdad.
En un almacén.
Descargaba camiones, contaba productos, limpiaba.
Sin quejas.
Sin exigencias.
Solo vivía.
Un día se detuvo frente a la ventana.
Miraba cómo se ponía el sol, y pensaba.
En cómo pudo ser todo.
Y en cómo fue.
—Lo arruiné todo, ¿verdad?.. —susurró para sí.
¿Llamar? Quería.
Pero no sabía qué decir.
La vergüenza pesaba más que antes.
En otro barrio de la ciudad, Víktor Stepanovich estaba sentado junto a la ventana con la foto de Lidia Artyómievna en las manos.
En sus ojos —paz.
Y un poco de tristeza.
—Perdóname, Lida… No supe criarlo.
Pero un buen hombre me dejaste.
A través de ti, él volvió a mí.
Sabía que se iría pronto.
Pero no se iba vacío, sino con la sensación de que algo había logrado corregir.
Que el bien no se perdió sin dejar rastro.
Y en su último sueño, moviendo los labios, susurró:
—Igor… te perdono.
Así, con calor en el corazón, se fue de esta vida.
No rico en dinero, pero sí rico en sentido.