— Está bien — respondió la esposa con calma.
Ella estaba preparada para eso desde hace mucho tiempo.
Su respuesta lo sorprendió tanto que casi se atraganta.
El aroma de pollo recién cocinado con hierbas llenaba la cocina, creando una atmósfera cálida y acogedora.
Olga sacó con cuidado del horno el ave dorada, el plato favorito de Dmitri, que preparaba cada viernes desde hacía 18 años de matrimonio.
El alegre sonido de los cubiertos resonaba en la cocina.
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Su hija de 17 años, Ecaterina, ponía la mesa con movimientos habituales, colocando los cubiertos con destreza.
— La cena está lista — anunció Olga, repartiendo las piezas calientes de pollo en los platos.
En el umbral apareció Dmitri, con una sonrisa extraña, ligeramente tensa.
Olga lo notó de inmediato.
Años de vida juntos le habían enseñado a leer sus emociones.
Y esa mirada no le era desconocida.
Normalmente, así miraba cuando tenía algo importante que decir, pero no sabía cómo sería recibido.
— Huele delicioso — dijo Dmitri mientras se sentaba a la mesa.
— Por cierto, he estado pensando en algo… — Olga se detuvo con el cucharón en el aire, observándolo atentamente.
Ecaterina, aparentemente absorta en la pantalla del teléfono, en realidad escuchaba la conversación con interés.
— Mira, cariño… — Dmitri cortó con cuidado un trozo jugoso de pollo, lo saboreó y continuó: — He pensado que deberíamos revisar un poco nuestro presupuesto familiar.
Olga se sentó tranquilamente, aunque un escalofrío de inquietud le recorrió el pecho.
— ¿Ah, sí? — preguntó, manteniendo un tono sereno.
— Sí… — Dmitri se limpió los labios con una servilleta, claramente disfrutando el momento.
— A partir de este mes, tendremos presupuestos separados.
— He calculado todo con cuidado y me parece más justo así.
— Cada uno gastará el dinero que gana.
Lo dijo como si anunciara una noticia sorprendente, que debería provocar admiración.
Ecaterina levantó la mirada del teléfono y miró a su padre atentamente.
— Pero sabes que mamá no trabaja, ¿verdad?
— Justamente por eso, creo que es mejor darle una suma fija para los gastos de la casa, y yo administraré mis ingresos por mi cuenta.
Dmitri parecía completamente convencido de su lógica, sin notar las expresiones de las dos.
Olga cortó un pequeño trozo de pollo y lo masticó lentamente, como reflexionando.
Un silencio pesado cayó en la cocina, interrumpido solo por el tic-tac de un reloj antiguo de pared.
Dmitri había propuesto hace tiempo cambiarlo por uno moderno.
— Está bien — dijo Olga sencillamente.
Dmitri casi se atragantó.
Esperaba lágrimas, una pelea, quizás hasta una crisis de histeria.
Pero su esposa siguió con la cena, como si estuvieran hablando de un libro.
— ¿Sólo eso? ¿Está bien? — repitió él, desconcertado.
— ¿Qué quieres que te diga? — Olga levantó la mirada.
— ¿No habías tomado ya la decisión? — Ecaterina se rió discretamente, cubriendo su sonrisa con la mano.
— Pues… sí — tartamudeó Dmitri, sintiendo una extraña sensación de inquietud.
— Entonces está decidido.
— Claro — asintió Olga.
— Por cierto, el pollo salió delicioso hoy.
— ¿Qué te parece?
Se volvió hacia su hija, cambiando la conversación hacia la escuela, como si no hubiera pasado nada.
Dmitri la miraba con una ligera inquietud.
Algo en su reacción lo perturbaba, pero no sabía exactamente qué.
Olga, en cambio, sonreía mientras escuchaba las historias de Ecaterina sobre las clases de química, sólo una pequeña arruga en su frente traicionaba sus pensamientos.
— Está bien, ¿quiere presupuesto separado? Pues que así sea.
La mañana del lunes comenzó para Dmitri diferente a lo que estaba acostumbrado.
Abrió el armario de la cocina y extendió la mano para tomar su café favorito, uno italiano, caro y con aroma intenso.
Pero el lugar estaba vacío.
— ¡Olga! — gritó mirando hacia el dormitorio.
— ¿Dónde está mi café?
— Ah, sí — vino la respuesta calmada de su esposa.
— No lo compré.
— Ahora tenemos presupuestos separados, ¿recuerdas? Y tu café es un poco caro.
Dmitri se quedó paralizado, sintiendo una sensación desagradable.
El tono de ella no era irónico ni enfadado.
Sólo una simple constatación, dicha sin prisa.
La oyó tararear mientras se preparaba para ir a pilates, clase que había retomado recientemente.
— Está bien — murmuró él.
— Lo compraré de camino.
Pero esto era sólo el comienzo.
Por la noche, abrió la nevera y sólo encontró verduras, leche y algunos recipientes marcados con “Ecaterina”.
— ¿Dónde está…? — empezó él.
— Tu parte de la nevera está vacía — le respondió Olga impasible, sin levantar la mirada de su libro.
Al día siguiente se le acabó el champú.
Luego el gel de afeitar.
El jueves, notó que la gasolina del coche estaba casi en la reserva y la factura de los servicios estaba sólo a su nombre.
El viernes por la mañana, cuando Olga se preparaba para salir, Dmitri ya no pudo resistir.
— ¿Esto es una demostración?
Olga se detuvo en el umbral, arreglándose una bufanda nueva.
— ¿Demostración? — repitió con expresión de sincera sorpresa.
— ¿Qué te hace pensar eso? Sólo respeto nuestras nuevas reglas financieras.
En ese momento, Dmitri notó que Olga lucía diferente.
Más descansada.
Más cuidada.
Y, por primera vez, Dmitri sintió que estaba perdiendo el control sobre algo que creía estable.
— Olga, ¿podemos hablar sobre nuestro presupuesto? — preguntó finalmente.
— Claro, cariño — sonrió ella.
— Pero esta vez, en igualdad de condiciones.
Dmitri comprendió.
Su control era sólo una ilusión.
Ahora tenía que aprender algo nuevo: ser compañero, no dueño.
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