Cuatro niños fueron dejados en la puerta de nuestra casa.

HISTORIA

— ¡Nastia, alguien está tocando la puerta! — gritó Piotr mientras encendía la lámpara de queroseno. — ¿Con este clima?

Anastasia dejó su labor de punto y escuchó.

A través del sonido de la lluvia y el aullido del viento, se oía un golpeteo suave en la puerta.

Tan suave que podría confundirse con una rama golpeando el porche.

— ¿Quizá lo imaginé? — miró a su marido, pero él ya iba hacia la puerta.

Una ráfaga de viento frío irrumpió en la casa cuando se abrió la puerta.

Anastasia corrió tras Piotr y se quedó paralizada en el umbral.

En el porche de madera, iluminado por la luz tenue de la lámpara, estaban sentados cuatro niños pequeños envueltos en mantas raídas.

— Dios mío… — susurró Anastasia, arrodillándose frente a ellos.

Los niños no hablaban, pero sus ojos asustados lo decían todo.

Dos niñas y dos niños, casi de la misma edad — no mayores de un año.

— ¿De dónde han salido? — Piotr recogió una nota doblada del suelo. — Hay un mensaje.

Desplegó el papel empapado y leyó en voz alta: «Ayúdalos… Ya no podemos…»

— ¡Rápido, llévalos adentro, al calor! — gritó Anastasia, tomando a uno de los niños. — ¡Están helados!

La casa se llenó de llantos infantiles y movimiento.

Marfa, despertada por el ruido, bajó las escaleras y se detuvo en el último peldaño.

— ¡Mamá, ayúdame! — suplicó Anastasia, intentando calmar al niño y quitarle la ropa mojada. — Hay que calentarlos y darles de comer.

— ¿De dónde salieron? — preguntó Marfa, pero no esperó respuesta y fue directo a encender la estufa.

Semyón entró poco después, y pronto todos los adultos estaban ocupados: uno calentaba leche, otro traía toallas secas, alguien más buscaba ropa de niños guardada desde hace años por si acaso.

— Nastia, estos pequeños son un regalo del destino, — susurró Marfa cuando el primer caos se calmó y los niños, ya abrigados y alimentados, dormían en la cama grande.

Anastasia no podía apartar los ojos de ellos.

¿Cuántas noches había pasado llorando, soñando con hijos?

¿Cuántas veces ella y Piotr habían visitado doctores, regresando cada vez con menos esperanza?

— ¿Qué haremos? — preguntó Piotr en voz baja, poniendo una mano sobre su hombro.

— ¿Qué hay que decidir? — intervino Semyón. — Es una señal del cielo. Los acogemos, punto.

— ¿Y la ley? ¿Los papeles? — preguntó Piotr con preocupación.

— Tú tienes contactos en el distrito, — le recordó Semyón. — Mañana vas y lo arreglas. Diremos que son familiares lejanos, sin parientes vivos.

Anastasia no participaba en la conversación.

Estaba sentada junto a los niños, acariciando sus cabecitas con cuidado, temerosa de creer que todo aquello era real.

— Ya les puse nombres, — dijo finalmente. — Vera, Katia, Iván y Yegor.

Esa noche nadie durmió en la casa.

Anastasia permaneció sentada junto a la cuna improvisada, con miedo de parpadear — ¿y si todo era solo un sueño?

Escuchaba la respiración suave de los niños, sus chupeteos dormidos, y con cada aliento, una flor de esperanza florecía en su corazón.

Cuatro pequeñas vidas dependían ahora de ella.

Cuatro destinos entrelazados con el suyo, como hilos delgados en una cuerda fuerte.

El cielo comenzaba a clarear lentamente afuera.

El viento había cesado, y las gotas de lluvia en los cristales se hacían menos frecuentes.

Pronto aparecieron los primeros rayos del sol entre las nubes, tiñendo de rosa los tejados mojados de las casas vecinas.

Piotr ya estaba revisando el arnés del caballo cuando Anastasia le trajo un fardo con comida y una camisa limpia.

— ¿Crees que resultará? — preguntó suavemente, estudiando su rostro concentrado.

— No lo dudes, — dijo él con firmeza, le apretó el hombro y subió al carro.

Regresó cuando ya caía la penumbra sobre el pueblo.

Entró en casa, se quitó la camisa sudada y colocó una carpeta desgastada sobre la mesa.

— Ya es oficial. Son nuestros hijos, — dijo con orgullo contenida. — Nadie nos los puede quitar.

Tuve que pedir favores a viejos conocidos, pero saben lo que hacen. Por los canales normales, habría tomado años.

Marfa hizo la señal de la cruz en silencio y empezó a moverse por la cocina, de donde sacó una olla de barro con sopa espesa.

Semyón, sin decir palabra, colocó un vaso humeante de braga ante su yerno y le apretó el hombro con fuerza — sin palabras, pero el gesto lo decía todo.

Ese apretón decía más que mil frases: respeto, orgullo, reconocimiento de que no era solo el esposo de su hija, sino un hombre digno de confianza.

Anastasia se inclinó sobre la cuna y miró los rostros dormidos.

Durante años había llevado el dolor de no tener hijos como espinas en el corazón.

Cada mención de maternidad, cada mirada a los hijos ajenos, le hería el alma.

Y ahora… ahora las lágrimas que caían por sus mejillas eran saladas de alegría, no de pérdida.

Cuatro pequeños corazones latían ahora junto al suyo, encomendados a ella por el mismo destino.

— Vaya, ahora soy padre de una gran familia, — susurró Piotr abrazando a su esposa.

— Gracias, — dijo ella, apoyando la cabeza en su pecho, temerosa de que una palabra de más rompiera esa frágil felicidad.

Así pasaron los años, los niños crecían, la familia se fortalecía, pero a veces surgían dificultades.

— ¡Me importan un bledo todas esas reglas! — Iván cerró la puerta con tanta fuerza que el viejo cristal tintineó tristemente en el marco. — ¡No pienso pudrirme en este agujero hasta el fin de mis días!

Anastasia se quedó inmóvil con el cuenco en las manos. En trece años, nunca había oído a su hijo menor hablar en ese tono. Puso la masa sobre la mesa y se secó las manos en el delantal.

— ¿Qué ha pasado? — preguntó saliendo al zaguán.

Iván estaba apoyado contra la pared, pálido de ira. Al lado, Piótr se mantenía quieto, con los puños apretados y respirando con dificultad.

— Tu hijo ha decidido que ya no necesita estudiar — escupió Piótr. — Dice que los libros son una pérdida de tiempo. Quiere dejar la escuela e irse a la ciudad.

— ¿Qué sentido tiene matarse estudiando? — gritó Iván. — ¿Para acabar trabajando toda la vida en el campo como ustedes?

El rostro de Piótr se endureció, en sus ojos apareció una profunda ofensa. Dio un paso hacia su hijo, pero Anastasia lo detuvo con suavidad, colocándose entre ambos.

— Tranquilicémonos y hablemos sin exaltarnos — propuso ella, sintiendo cómo se le encogía el corazón por su hijo.

— No hay nada que hablar — Iván cruzó los brazos. — No soy el único que lo piensa. Egor está de acuerdo conmigo. Y las chicas solo tienen miedo de decirles que también sueñan con irse.

En el umbral apareció Vera — alta, con mechones sueltos cayendo sobre su rostro pálido desde la trenza. Se apoyó en el marco de la puerta, observando atentamente los rostros tensos.

— Lo escuché todo desde el porche — dijo en voz baja. — ¿Qué pasa?

— Dilo tú — Iván clavó la mirada en su hermana. — Admítelo, escondes el álbum con paisajes de ciudad bajo la almohada.

Vera se estremeció, pero no apartó la mirada. La punta de su trenza se agitó nerviosamente cuando se enderezó.

— Sí, de verdad quiero estudiar pintura profesionalmente — confesó mirando a su padre a los ojos. — En el centro regional hay una escuela de arte, y mi maestro dice que tengo talento…

— ¡¿Lo ven?! — exclamó Iván, incluso dio un salto. — ¡Y ustedes nos retienen aquí entre vacas y papas! ¡Nos pudrimos en este rincón mientras el mundo sigue avanzando!

Piótr exhaló bruscamente, como si le hubieran dado un golpe. Se giró y salió al patio.

Anastasia tragó un nudo en la garganta, tratando de contener las lágrimas frente a los hijos.

— La cena estará lista en media hora — dijo con voz deliberadamente tranquila y regresó al fogón, donde ya hervía la sopa.

Toda la tarde pasó en un silencio pesado. Katia y Egor se miraban entre sí, pero no se atrevían a hablar.

Iván jugueteaba con el tenedor en su plato. Vera miraba fijamente un punto como si sus pensamientos estuvieran muy lejos. Piótr no apareció para la cena.

Esa noche Anastasia no podía dormir. A su lado, su marido respiraba profundamente dormido, mientras ella recordaba aquel día en que vio por primera vez a esos niños en su porche.

Cómo les daba de comer con cuchara. Cómo aprendía a decir sus primeras palabras con ellos. Cómo celebraba sus primeros pasos.

Por la mañana, la situación solo empeoró. Egor anunció que ya no quería ayudar a su padre con la granja.

— Tengo mis propios planes para mi vida — dijo durante el desayuno. — Quiero dedicarme al deporte profesionalmente, no ordeñar vacas.

Piótr se levantó en silencio de la mesa y salió. Un minuto después se oyó el sonido del tractor alejándose.

— ¿Entienden lo que le están haciendo a su padre? — estalló Anastasia. — ¡Él les ha entregado su alma!

— ¡Nosotros no se lo pedimos! — gritó de repente Iván. — ¡Ustedes no son nuestros padres! ¿Por qué vivimos aquí siquiera?

El silencio cayó como una losa sobre la casa. Katia tembló y salió corriendo de la mesa. Vera se cubrió el rostro con las manos.

Egor se quedó con la boca abierta, mirando a su hermano.

Anastasia se acercó lentamente a Iván y lo miró directamente a los ojos.

— Porque los amamos, más que a la vida — dijo en voz baja.

Iván fue el primero en apartar la mirada. Salió corriendo de la casa, cerrando la puerta de un golpe.

Unos minutos después, Anastasia lo vio por la ventana, corriendo por el campo hacia el bosque.

Marfa, que había observado toda la escena desde la esquina de la habitación, negó con la cabeza.

— Es cosa de la edad, hijita — dijo. — Se le pasará.

Pero Anastasia sentía que no se trataba solo de la edad.

Por primera vez en trece años, el muro de amor que ella y Piótr habían construido con tanto esmero alrededor de sus hijos, se había agrietado. Y nadie sabía cómo repararlo.

— ¡Papá, espera! — Iván corría por el campo agitando los brazos. — ¡Te ayudaré!

Piótr detuvo el tractor y se secó el sudor de la frente. El caluroso día de verano llegaba a su fin, pero aún quedaba mucho trabajo en el campo.

— Puedo solo — murmuró sin mirar a su hijo.

— Vamos, hombre — Iván se acercó más y puso una mano sobre el hombro de su padre. — Terminamos más rápido entre los dos. Todavía recuerdo cómo me enseñaste.

Piótr dudó un momento, pero luego asintió y se corrió, dejando espacio a su lado. Iván subió a la cabina y el tractor volvió a ponerse en marcha.

Había pasado casi medio año desde aquel día terrible en que la familia casi se rompió. Seis meses de lucha diaria para volver a aprender a hablar entre ellos.

En la casa al borde del pueblo muchas cosas habían cambiado.

Anastasia observaba con sorpresa cómo sus hijos, que hacía poco estaban listos para marcharse, empezaban a regresar — primero físicamente, luego con el alma.

Todo empezó la noche en que Iván no volvió a casa. Lo buscaron toda la aldea hasta el amanecer.

Lo encontraron en una caseta del bosque — empapado, helado, con fiebre y los ojos llenos de un miedo salvaje.

— Mamá — susurró entonces al ver a Anastasia, y esa corta palabra cambió algo en su relación.

Luego vino una larga enfermedad. Iván deliraba con fiebre, y Anastasia se quedaba a su lado, sin alejarse ni un minuto.

Él la llamaba entre susurros, y cuando volvía en sí, le tomaba la mano con tanta fuerza como si temiera perderla.

Vera fue la primera en darse cuenta de lo tontos que habían sido. Sacó los viejos álbumes familiares y mostraba a sus hermanos fotos, contándoles historias de la infancia.

— Mira, Egor — decía — aquí papá te lleva en hombros después de que ganaste tu primera carrera.

Las lágrimas caían por las mejillas de Egor.

Katia empezó a ayudar a su madre en la cocina.

Sus dibujos extraños fueron reemplazados por acuarelas brillantes de su casa, los campos y el bosque. Una de sus obras ganó un concurso distrital.

— Seguiré estudiando pintura — le dijo a Anastasia. — Pero quiero quedarme aquí. Venir en vacaciones. Volver a casa.

A casa.

Para cuando llegó la graduación de noveno grado, las relaciones familiares se habían restablecido tanto que Piótr por primera vez en mucho tiempo se permitió sonreír.

Estaba en el patio de la escuela, alto y erguido, y su corazón se desbordaba de orgullo mientras los hijos eran llamados al escenario uno por uno.

— ¡Egor Petrovich — diploma por logros deportivos! — ¡Vera Petrovna — ganadora del concurso literario!

— ¡Iván Petrovich — mejor mecánico del año! — ¡Ekaterina Petrovna — premiada en el concurso juvenil de arte!

Los Petrovich. Sus hijos.

Esa noche organizaron una fiesta en casa. Se reunieron familiares, vecinos, amigos.

Las mesas rebosaban de comida, sonaban canciones, se oía la risa. Los niños, enrojecidos por tanta atención, irradiaban felicidad.

— Sabes, mamá — susurró Vera abrazando a Anastasia — he presentado los papeles para la escuela de arte.

Pero viviré en casa y viajaré a clases. La ciudad no está lejos.

— Yo también — añadió Iván. — ¿Para qué quiero una residencia si tenemos esta casa?

Anastasia sonrió entre lágrimas. Piótr se acercó y la abrazó por los hombros.

— Ya ves, todo se arregló. Y cuando tengan 18, podrán irse si así lo desean, no los retendremos — dijo.

Y ella miraba a sus hijos — ruidosos, crecidos, pero aún suyos — y pensaba en lo lejano que parecía aquella noche lluviosa cuando el destino llamó a su puerta.

Marfa y Semión sonreían desde las fotos en la pared: se habían ido hace poco, uno tras otro, pero alcanzaron a ver cómo sus nietos se convertían en verdaderos seres humanos.

El silencio del pueblo solo era roto por las risas lejanas de los jóvenes y el canto de los grillos. Los últimos invitados partieron en carretas chirriantes, llevándose los ecos de la celebración.

Anastasia salió al porche, envuelta en un viejo chal, y alzó el rostro hacia el cielo estrellado, cubierto de puntos brillantes como monedas en la noche.

Entre las constelaciones titilantes, buscaba la respuesta a la pregunta que la atormentaba todos esos años: ¿por qué a ellos les fue dada esta vida?

Una leve sonrisa tocó sus labios, y silenciosamente, con todo el corazón, dio gracias al abismo estrellado.

Una tabla crujió detrás de ella. Piótr salió y se paró a su lado.

— ¿En qué piensas? — preguntó.

— En que la familia no es la sangre — respondió Anastasia. — Es amor. Solo amor.

Desde la oscuridad se escuchaban las risas de sus hijos, que regresaban a casa. Con ellos.

Donde siempre fueron esperados y amados más que a nada en el mundo.

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