Se suponía que sería otro viaje mundano al supermercado.
Estaba recogiendo algunos artículos esenciales después del trabajo, aún con mi ropa de oficina, cuando giré hacia el pasillo de los cereales y casi se me cayó la canasta.
Allí estaba él.
Alex Morgan.
Mi amor de la secundaria.
No había cambiado mucho: seguía alto, aún con esa media sonrisa encantadora, pero había algo diferente en él.
Más maduro, más refinado. Nuestras miradas se encontraron y, por un momento, el tiempo retrocedió diez años.
—¿Lena? —preguntó, sorprendido.
—Alex —susurré, sintiendo de pronto lo torpe que me veía al estar de pie.
Ambos nos reímos, y en cuestión de minutos retomamos la conversación como si nunca la hubiéramos interrumpido, recordando la secundaria, los viejos amigos y los sueños descabellados que alguna vez tuvimos.
Hablamos del pasado como si fuera ayer, pero el presente se imponía.
Él había regresado al pueblo después de años trabajando en el extranjero.
Yo nunca me fui, pero mi vida había cambiado de formas que nunca imaginé.
Mientras pasábamos del pasillo de los cereales a la caja registradora, ninguno de los dos quería que terminara la conversación.
Así que nos arriesgamos. Acordamos tomar un café en la cafetería de al lado.
Un café se convirtió en una cena. La cena se convirtió en horas de charla, de compartir arrepentimientos y palabras no dichas.
Le confesé que siempre había estado enamorada de él y, para mi total sorpresa, él admitió lo mismo.
La vida nos había llevado por caminos distintos, pero allí sentidos, mirándonos a través de la mesa, algo hizo clic.
Quizás el destino nos había dado otra oportunidad.
Ninguno lo vio venir. Y, sin embargo, ambos lo sentimos: esto no era solo un encuentro casual en el supermercado. Era un nuevo comienzo.
Con el paso de las semanas, Alex y yo pasamos más tiempo juntos.
Ya no se trataba de revivir recuerdos de la secundaria, sino de entender en qué nos habíamos convertido.
Él me habló de sus experiencias en el extranjero, de las dificultades de estar lejos de casa y de cómo a menudo sentía que algo faltaba.
Yo compartí mi historia: cómo me quedé en nuestro pueblo, construí una carrera estable pero insatisfactoria, y casi había renunciado a la idea del amor verdadero.
Era más fácil seguir avanzando que mirar atrás y preguntarme qué podría haber sido.
Una tarde, mientras caminábamos por la orilla del río, Alex se detuvo de repente.
—Lena —dijo, mirándome intensamente—, ¿alguna vez piensas en las decisiones que tomamos?
Asentí.
—Todo el tiempo.
—Siempre me pregunté qué habría pasado si te hubiera invitado a salir en aquel entonces —confesó—.
Quizás no me habría ido. Quizás habríamos tenido una vida juntos, diferente.
Sus palabras me impactaron más de lo que esperaba.
—Pero si te hubieras quedado, quizás no habrías vivido todas esas experiencias que te formaron.
—Y quizás tú no habrías aprendido a ser independiente —añadió él con una pequeña sonrisa.
Nos quedamos en silencio, ambos comprendiendo que la vida nos había llevado exactamente a donde debíamos estar.
El pasado no era algo que lamentar; era un viaje que nos había preparado para este momento.
Por primera vez en años, me sentí esperanzada respecto al futuro.
No solo porque me había reconectado con Alex, sino porque finalmente entendí que cada giro inesperado en la vida tenía un propósito.
Volver a encontrarnos no se trataba de revivir un viejo amor de la secundaria, sino de encontrar claridad, de aprender que a veces las mejores cosas de la vida llegan cuando menos las esperas.
Ninguno lo vio venir, pero quizás eso fue lo que lo hizo tan especial.