Años más tarde, volvió a abrir la puerta… Y lo que le esperaba fue un final completamente inesperado.
Más allá de las ventanas de las casas, brillaban luces cálidas de guirnaldas, los árboles de Navidad se reflejaban en los cristales, y en el aire flotaban los sonidos de los villancicos.
Pero más allá de esas paredes, reinaba un silencio blanco.
La nieve caía en copos gruesos, como si un aliento invisible la empujara sin cesar desde la bóveda celeste.
El silencio era tan profundo que parecía casi sagrado, como en un templo.
Sin pasos, sin voces.
Solo el gemido del viento por las chimeneas y el suave susurro de los copos que caían, como si cubrieran la ciudad con un velo de destinos olvidados.
Nicu Suhanov estaba en el umbral.
Aún no se daba cuenta de que todo realmente estaba sucediendo.
Parecía una pesadilla sin sentido, cruel.
Pero el frío le penetraba a través de la ropa, los calcetines estaban mojados, y el viento áspero le cortaba las mejillas.
La mochila, tirada en un montón de nieve, le recordaba la fría realidad.
—¡Fuera del camino! ¡Que no te vuelva a ver frente a mis ojos! —la voz ronca y llena de odio de su padre lo sacó de la aturdimiento.
Inmediatamente después, un portazo seco: la puerta se cerró de golpe frente a él.
Su padre lo había echado.
En la noche de Navidad.
Sin nada.
Sin despedirse.
Sin posibilidad de volver.
¿Y su madre? Estaba allí, apoyada contra la pared.
Con los brazos cruzados.
No dijo nada.
No intentó detener a su padre.
No dijo: «Es nuestro hijo.»
Solo se encogió de hombros, en silencio, mordiéndose el labio para no romper a llorar.
Solo guardó silencio.
Nicu bajó lentamente las escaleras, sintiendo cómo la nieve se colaba en sus zapatillas y le punzaba la piel con agujas de hielo.
No sabía a dónde ir.
Dentro de él había un vacío inmenso, como si su corazón se hubiera caído bajo las costillas.
—Ya basta, Nicu.
No le sirves a nadie.
Ni siquiera a ellos.
Especialmente a ellos.
No lloró.
Sus ojos estaban secos, pero un dolor punzante en el pecho le recordaba que estaba vivo.
Era demasiado tarde para lágrimas.
Todo había ocurrido.
No había camino de regreso.
Y salió a la calle.
Sin destino.
Por la ventisca.
Bajo la luz de las farolas que iluminaban las calles vacías.
Más allá de las ventanas, la gente reía, tomaba té, abría regalos.
Y él estaba solo.
En medio de una celebración en la que no encontró su lugar.
No recordaba cuántas horas vagó.
Las calles se fundían unas con otras, en una masa indefinida.
Un guardia lo echó de un vestíbulo, los transeúntes lo esquivaban, sintiendo su mirada.
Era un extraño.
Inútil.
Indeseado.
Así comenzó su invierno.
El primero — el invierno de la soledad.
El invierno de la supervivencia.
La primera semana, Nicu durmió donde pudo: en bancos, en pasajes subterráneos, en paradas de autobús.
Todos lo echaban: vendedores, guardias, transeúntes.
No veía compasión en sus ojos, sino irritación.
El chico con la chaqueta gastada, ojos rojos y mirada perdida, era un recuerdo vivo de lo que todos temían convertirse.
Comía lo que encontraba: restos en los contenedores; un día robó un sándwich de un kiosco cuando el vendedor estaba distraído.
Por primera vez en su vida se convirtió en ladrón.
No por maldad, sino por hambre.
Por miedo a la muerte.
Al atardecer, encontró un refugio: un sótano abandonado en un edificio viejo de cinco pisos en las afueras de la ciudad.
Oloría a moho, rastros de gatos y algo viejo.
Pero estaba cálido: una tubería de calefacción pasaba por allí y su vapor era suficiente para sobrevivir la noche.
El sótano se convirtió en su casa.
Extendía periódicos, juntaba cartones, se cubría con trapos encontrados en la basura.
A veces se sentaba y lloraba en silencio.
No tenía lágrimas: solo espasmos en el pecho, un dolor que lo aplastaba por dentro.
Un día, un anciano con bastón y barba larga lo encontró.
Apenas lo miró y dijo:
—¿Vives? Entonces está bien.
Pensé que otra vez habían sido los gatos y habían derribado los sacos.
El anciano le dejó una lata de conserva y un pedazo de pan.
Así, simplemente, sin motivo.
Nicu no le dio las gracias: comió con las manos, con avidez.
Después de ese día, el hombre apareció de vez en cuando.
Traía comida.
No hacía preguntas.
Solo una vez dijo:
—Yo también tenía catorce años cuando murió mi madre y mi padre se ahorcó.
Mantente fuerte, muchacho.
La gente puede ser mala.
Pero tú no eres como ellos.
Esas palabras quedaron grabadas en la mente de Nicu.
Las repetía en su mente cada vez que sentía que no podía más.
Una mañana ya no pudo levantarse.
Tenía náuseas, fiebre y temblaba.
El frío de la nieve casi lo congeló en el sótano.
No recordaba cómo había salido.
Solo recordaba cómo se arrastró, agarrándose de las escaleras, hasta que unas manos lo levantaron.
—¡Dios, está congelado! —exclamó una voz de mujer, severa pero amable.
Así conoció a Anastasia Petrova, asistente social en la dirección de protección infantil.
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