Una pareja sin hijos encontró a una bebé en un banco. Diecisiete años después, aparecieron sus padres biológicos exigiendo lo imposible.

HISTORIA

Lika y Nikolái salieron de casa de sus amigos, donde se celebraba alegremente un cumpleaños, y se dirigieron a su hogar.

Afuera, noviembre ya se había instalado por completo. A la luz tenue de las farolas, se podían ver los copos de nieve cayendo.

A veces, una ligera brisa los empujaba hacia adelante.

—¡Qué belleza! —exclamó la mujer, encantada por el fenómeno nocturno.

—Es cierto —asintió el esposo, abrazando a Lika.

Caminaron un poco cuando de repente ella se detuvo.

—¿Escuchas eso? —le preguntó a Nikolái.

—Sí, es un bebé llorando —respondió él, mirando a su alrededor—. ¿Acaso alguien pasea con bebés a estas horas? Ese llanto suena muy infantil.

—Y está cerca, solo que no logro ubicar de dónde viene —agregó Lika, preocupada.

Se detuvieron y observaron los alrededores.

—¡Parece que viene de allí! —dijo finalmente Nikolái, corriendo hacia el parque. En un banco cubierto de nieve, yacía un bulto del que salía el llanto.

—Qué pequeño —susurró Lika—. ¿Dónde están sus padres?

—Creo que lo abandonaron aquí —dijo el hombre.

La mujer tomó al bebé con cuidado, y este se calmó al instante.

—¿Pequeñito o pequeñita, quién te hizo esto? —murmuró Lika dulcemente—. ¡Qué padres tan crueles, dejar a una criatura al frío!

Poco después, la pareja llegó a su casa. Al poner al bebé sobre el sofá y desenvolverlo, Lika soltó un suspiro: era una niña, de no más de un mes de vida.

Llevaba una batita usada y estaba envuelta en una manta de franela tan gastada que tenía agujeros.

—Tenemos que alimentarla de inmediato. Y seguro hace horas que no le cambian el pañal —dijo Lika con tono afligido.

—Iré a comprar lo necesario —se ofreció el esposo.

—Compra fórmula, un biberón y pañales —explicó ella, acunando a la niña en brazos, al borde del llanto.

Quince minutos después, Nikolái regresó con todo lo necesario.

—Aquí tienes pañales desechables, por ahora no tenemos otra cosa —dijo, dejando la bolsa.

—Muy bien, vamos a cambiarte y darte de comer —se alegró Lika, ocupándose de la niña. Su piel estaba irritada.

Con cuidado, Lika le aplicó crema para bebés y la envolvió en pañales limpios. La pequeña bebió con ansias la fórmula, como si no hubiese comido en mucho tiempo.

—Tenemos que avisar a la comisaría, si no, parecerá que la secuestramos —sugirió Nikolái.

—Estoy de acuerdo —respondió Lika, mientras acostaba a la bebé, ahora dormida y satisfecha.

A la mañana siguiente, llegaron funcionarios de protección infantil y policías. Lika miraba con el corazón encogido cómo se llevaban a la niña.

En solo una noche, ya se había encariñado profundamente.

Ella y Nikolái llevaban siete años sin poder tener hijos.

Lika había perdido un embarazo a los cuatro meses, y desde entonces, la pareja había perdido la esperanza. Tal vez esa niña también había perdido a sus padres…

Sola en casa, Lika y Nikolái pensaban en el destino de la pequeña.

—Amor, ¡cómo me gustaría tenerla otra vez en brazos! Es tan adorable… —dijo Lika.

—Sabes, me gustó todo ese alboroto y el cuidado que le dimos —respondió pensativo el esposo, mirando por la ventana.

Pasaron tres meses. El sueño de la joven pareja se hizo realidad.

Las autoridades no lograron encontrar a los padres biológicos de Sofía.

Lika y Koliá estaban felices. Compraron todo lo necesario para la niña: cochecito, cuna, ropa, juguetes y más. Sofía se convirtió en su adoración.

Lika ahora paseaba con orgullo el cochecito rosa por el vecindario, conversando alegremente con otras madres. Nadie dudaba de que esos padres adoptivos harían todo por ella.

Y así fue. Sofía creció bien. A los diecisiete años se graduó de la escuela con medalla de oro y planeaba estudiar pedagogía.

Después del baile de graduación, la familia se reunió a celebrar. De pronto, alguien llamó a la puerta.

—Yo abriré, quédense sentadas, mis chicas —dijo Koliá, sonriendo y yendo al recibidor.

Apareció una pareja algo ebria: un hombre y una mujer. Irrumpieron en la sala.

—¡Hija, felicidades por tu graduación! —dijo la mujer desgreñada, con un saco viejo.

—Hija, Svetochka, estamos orgullosos de ti —añadió el hombre, rascándose la cabeza.

—¿Quiénes son ustedes? —Sofía se levantó sorprendida—. ¿Por qué están aquí?

—Somos tus verdaderos padres —dijo la mujer entre hipo—. Estos te encontraron en un banco del parque hace diecisiete años.

—Mamá, papá, ¿qué es esto? ¿Una broma? —preguntó la chica, mirando entre sus supuestos padres y Lika y Koliá.

—Sofía, no les creas. Nosotros somos tus verdaderos padres. Estos son unos alcohólicos que vinieron por una botella —dijo el padre.

—¿Ahora también reparten tragos? —ironizó Sofía—. Qué vergüenza.

Lika intervino y, con lágrimas, contó la historia de la niña encontrada en el parque. Sofía los miraba perpleja, casi al borde del llanto. Con valentía, dijo:

—Si esto es cierto, ¡ustedes dos lárguense! —ordenó, señalando la salida.

—¿Hija, cómo puedes? Tienes hermanitos —dijo la mujer con voz ronca, alborotándose más el cabello. Su acompañante apenas podía mantenerse de pie.

—Muy bien, entonces los visitaré pronto —respondió Sofía, solo para que se fueran.

La pareja hizo unas reverencias torpes y se marchó. Al cerrar la puerta, Nikolái suspiró aliviado.

—¡Qué peste dejaron! —se quejó Lika, abriendo la ventana.

Sofía miró a sus padres y preguntó:

—¿Es verdad?

La madre bajó la mirada.

—Sí, hija —confesó el padre.

Le contaron cómo la encontraron en el banco nevado y cómo se esforzaron en adoptarla legalmente.

—Entonces… entonces ¡los amo aún más! —exclamó la hija, casi llorando, abrazando a ambos.

Decía que no podía imaginar qué habría sido de ella si esa noche no la hubieran encontrado.

Pasó el tiempo. Aquellos visitantes no volvieron a aparecer. La familia entendía bien su motivación: dinero.

Solo querían aprovecharse de Sofía. Pero ella pensaba en los otros hijos de esa pareja. ¿Cómo podían tener niños y no cuidarlos?

Pasaron los años. Sofía estudió y empezó a trabajar en un colegio pedagógico. Nunca olvidó que tenía hermanos. Un día, decidió visitarlos.

Fue con su novio Veniamín, quien la apoyaba. Llegaron a una casa medio en ruinas.

—¿Aquí es? —preguntó sorprendido él.

—Parece que sí —respondió Sofía, entrando en el patio descuidado.

Llamaron a la puerta. Al poco rato, apareció la misma mujer desgreñada.

—¿Te acordaste de nosotros? Pasa. ¿Ese es tu novio? Si lo es, hay que brindar.

—Soy su novio, pero no vinimos a eso —dijo Veniamín serio.

—¿Entonces qué? Al menos den algo de dinero para los niños. Tienen hambre. Al padre lo enterramos hace un año —respondió la mujer.

Un par de ojitos asomaron por la puerta. Veniamín les entregó dos cajas de dulces. Los niños las tomaron y desaparecieron.

En la mesa, un joven delgado los miraba tímido.

—Este es Misha. Es buen chico. Sueña con estudiar —dijo la mujer.

Sofía se acercó.

—¿Nos presentamos? Soy tu hermana.

El chico la miró de reojo y estrechó su mano con timidez.

Se lo llevaron con ellos. Misha era inteligente.

Con la ayuda de sus padres, Sofía lo ayudó a ingresar a una escuela y le alquiló un departamento.

Lo visitaban a diario. Poco a poco, el chico revivió, haciendo reír a su familia con bromas.

En la casa de la madre alcohólica quedaban dos niños más: de diez y nueve años.

Sofía a veces los encontraba al salir de la escuela y les daba bolsas con comida.

Les tenía lástima, pues su madre se gastaba las ayudas en alcohol.

A veces los llevaba a su casa, al cine o al parque con Veniamín. Un día, su madre falleció por su estilo de vida.

Lika y Nikolái fueron reconocidos como excelentes padres, y pronto su familia creció.

Koliá y Sofía se encargaban principalmente de criar a los niños, ya que tenían más tiempo libre.

Así, Artiom y Vasilisa crecieron en una familia adoptiva. Olvidaron su infancia dura y se convirtieron en adultos normales.

De pequeños, soñaban con escapar de aquella casa ruinosa, y al final, el destino los ayudó.

Más tarde, ambos se graduaron como psicólogos y abrieron su propia consulta con muchos pacientes.

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